Me desperté justo cuando el micro estaba ingresando en la Terminal.
Me desperté justo cuando el micro estaba ingresando en la Terminal.
- ¡No puede ser que haya dormido tanto! Pensé.
Había partido desde Bariloche el mediodía anterior y tras dejar atrás el río Limay, con sus acantilados y costas sinuosas, la monotonía de la ruta me había sumido en un profundo sopor. Únicamente había abierto los ojos un par de veces, para probar apenas la comida que tenía un sabor espantoso, u obligada a cambiar de posición a causa de las incómodas butacas azules. Además, la fragancia que aromatizaba el ambiente era demasiado fuerte y me embotaba los sentidos. Un punzante dolor de cabeza asomaba cada vez que pestañeaba, y desaparecía completamente en ese estado de ensoñación tan placentero que acompañaba el suave ronroneo del motor.
La tarde mostraba sus últimos resplandores cuando llegué a Santa Fe y el burbujeo de gente en los andenes me despabiló de inmediato. Busqué mí celular en la cartera para chequear los mensajes. Estaba apagado. Seguramente, se había quedado sin batería. Intenté estirar las piernas antes de levantarme, pero el espacio entre los asientos era muy limitado, así que me incorporé sin más para terminar de acomodar mis cosas. Guardé la botellita de agua en el bolso de mano y busqué el ticket del equipaje.
Bajé despacio. La mayoría de los pasajeros ya habían desocupado sus lugares. Intenté ubicar algún rostro conocido, pero no lo conseguí. Estaba emocionada. Hacia años que no visitaba mi ciudad natal y me sentía complacida y también un poco extraña. Por un instante la punzada en las sienes se repitió y un mareo repentino tambaleó mi cuerpo. Me apoyé contra una columna mientras respiraba profundamente para aliviar el malestar. Decidí esperar a mi cuñado Beto que había insistido en ir a buscarme, sentada en alguna silla. Seguramente el tráfico lo había retrasado.
Miré la hora brillando en el cartel de la pared: las 18.11. Hacía veinte minutos que estaba allí y ya me estaba aburriendo. Decidí recorrer los pasillos de la Estación para despejar la modorra que me aturdía. Cuando Beto arribara me iba a localizar sin problemas. Me sorprendió notar todo tan diferente. No recordaba que aquel emplazamiento fuera tan grande. Había muchos puestos de ventas de todo tipo de productos, desde libros y carteras hasta un surtidor de especias de la India junto a una boutique de vinos. Mirando vidrieras perdí la noción del tiempo, nuevamente. Cuando volví a mirar el reloj digital parpadeando eran las 20.11; una leve preocupación me ensombreció. ¿Debía seguir esperando o era mejor tomar un taxi? ¿Mi cuñado se habría olvidado del horario en que llegaba? ¿Habría tenido algún inconveniente de último momento? Quizás algún desperfecto con el auto, reflexioné un poco resignada.
Levemente nerviosa, volví a sentarme. A la aguda sensación pinchando mi cabeza, se le sumó la náusea y otro mareo. Estaba comenzando a sentirme verdaderamente mal. Estuve tres horas más comiéndome las uñas, dudando sobre qué hacer. Me habían alertado demasiado sobre los crecientes peligros de la ciudad, contingencias a las que no estoy expuesta por vivir en un pueblo tranquilo, y además, en el bosque. Finalmente me decidí y me acerqué a un vehículo para que me transportara al domicilio de mi hermana.
El hombre, bajo, menudo, de aspecto oriental, guardó la maleta en el baúl y se puso al volante. Le dicté la dirección y noté que me miraba perplejo por el espejo retrovisor. Sin embargo arrancó de inmediato. Manejaba despacio y eso me permitió contemplar a través del vidrio, las luces de las avenidas, los árboles interrumpiendo los boulevares, las esquinas vacías de sentido. Definitivamente las imágenes no se adecuaban a mis recuerdos. ¿Tanto se había modificado el paisaje urbano durante mi ausencia? ¿O era yo la que había cambiado y ahora me costaba reconocerme en esos pasajes infinitamente transitados?
El miedo empezó a trepar por mi columna con la velocidad de una serpiente. Estaba desorientada. Tal vez, perdida. Aturdida le pregunté al chofer si estábamos dirigiéndonos al sitio correcto, si esa era la ciudad en que deseaba estar. Percibí las manos transpiradas y el corazón acelerado, intentando desesperadamente encontrar una certeza.
- Estamos yendo a su destino, me dijo sereno.
Y adiviné su sonrisa en medio de la oscuridad.
Dejanos tu comentario
Los comentarios realizados son de exclusiva responsabilidad de sus autores y las consecuencias derivadas de ellos pueden ser pasibles de las sanciones legales que correspondan. Evitar comentarios ofensivos o que no respondan al tema abordado en la información.