La poética de la tragedia y la traducción
Por Pablo Ingberg
La relectura apasionada que los siglos ejercitan sobre algunos libros (y que, según la célebre sentencia de Borges, definiría su condición de clásicos) parece exigir, cuando pertenecen a otra lengua, una renovada versión y adecuación. La editorial Losada acaba de publicar tres libros con textos esenciales de la literatura griega antigua en las flamantes traducciones del poeta Pablo Ingberg, colaborador habitual de nuestras páginas literarias: "Antígona" y "Edipo rey", de Sófocles, y una antología, en edición bilingüe, de Safo. A las meticulosas versiones acompañan iluminadoras introducciones y notas. Precisamente, del prólogo a "Antígona" transcribimos a continuación algunos fragmentos dedicados a estudiar los tres aspectos en los que Ingberg individualiza falencias en la mayoría de las versiones al castellano de las tragedias griegas antiguas.
La póiesis griega era un concepto mucho más amplio que el de su actual descendiente castellano, la poesía. No es el sentido amplio de póiesis aquel al que se refiere este acápite, sino el más restringido y actual de poesía. Sófocles no sólo fue un gran poeta en el sentido propio de su época, sino que sigue siéndolo en el más actual de los sentidos. Muchos de los procedimientos suyos que le dan ese carácter constituyen, sin lugar a dudas, el más arduo escollo a salvar en una traducción, pero no por eso merecen ser abandonados totalmente de antemano.
El arte poética de Sófocles no sólo se pone de manifiesto en los coros, de por sí líricos y por ende más cercanos al concepto actual de poesía, sino también en la estrategia sintáctica (el orden de las palabras, que destaca las más significativas y en ocasiones de un giro o matiz propio de la lengua hablada); en la ubicación de las palabras en el verso (los lugares clave, el principio, el centro y especialmente el final, permiten enfatizar las palabras importantes o encadenar la narración o la argumentación mediante encabalgamientos); en las repeticiones de palabras, familias de palabras o raíces (que dan cohesión temática al texto y producen una suerte de "poesía por frotación"); en las frases a medio decir (cuyo sentido se completa en el contexto o en el gesto que evidentemente las acompaña) y otros modos de sugerencia; en los permanentes cambios de tiempos verbales (rasgo característico de toda conversación y más aún de la narración oral de hechos pasados, a la que dan vivacidad y dramatismo); en las múltiples figuras retóricas de que se vale (especialmente, pero no únicamente, en los pasajes líricos corales; algunas de esas figuras siguen siendo de suma actualidad; otras, en cambio, han caído en desuso, incluso por obvias razones, como en el caso de la metonimia mitológica, que consiste en llamar un elemento o concepto con el nombre del dios a quien atañe; Hades por muerte, Hefesto por fuego, Ares por guerra).
El esfuerzo fundamental que reclama ese aspecto al traductor es el mantener el máximo respeto al texto original, tratando de seguir tan fielmente como sea posible todos esos recursos: la sintaxis (más flexible en griego que en castellano, pero no hay que despreciar las posibilidades de nuestro idioma ni desestimar la elasticidad propia de la lengua hablada, ya que se trata de diálogos), los énfasis, las repeticiones (no traducir, por ejemplo, una misma palabra de distinto modo según el contexto, sino buscar, hasta donde sea posible, una única traducción que se adecue a todos los casos), las sugerencias, la oscilación de los tiempos verbales (no "normalizar", como si se tratara de un error o de algo que no se hiciera habitualmente en las narraciones orales y hasta en una conversación cotidiana en nuestro propio idioma), las figuras. En ningún caso completar frases que de todas maneras se entienden en el contexto dramático, o sobrentendidos propios del diálogo, eliminar figuras o toda otra forma de "hacer más fácil" el texto, evidente menosprecio de las capacidades del lector o espectador y del poder transmisor de la palabra.
Los géneros comprendidos en el concepto griego de póiesis (que en términos actuales deberíamos traducir composición literaria) estaban escritos en verso. Pero, señala Aristóteles, no es el verso lo que le da a una obra el carácter poético (o literario), porque bien podría versificarse un libro de historia sin convertirlo, por ese solo hecho, en poesía (o en literatura).
Cuando se trata de traducir poesía antigua, suele abandonarse este flanco de la batalla desde el comienzo, con la excusa de que es imposible encontrar un equivalente castellano exacto del verso del original. También es imposible encontrar un equivalente castellano del participio aoristo griego, por ejemplo, y sin embargo se traduce. En este aspecto, el menos logrado de los versos traducirá mejor el verso del original que la más acabada de las prosas.
Afirma Aristóteles que el metro yámbico (habitual en los diálogos de las tragedias) es málista lektikón, el más cercano a la conversación, el más "coloquial". Esto no quiere decir que los personajes de una tragedia se expresasen como lo hacía Sófocles en su casa, en el mercado o en una asamblea de atenienses, puesto que una tragedia es una obra literaria, y por añadidura escrita en verso. El verso dramático no es ni lisa y llanamente poesía (en sentido moderno) ni estrictamente coloquial (en el sentido e conversación cotidiana), sino algo intermedio. Quién sabe, incluso, cuán "transparente" resultaba aquel verso de la tragedia a los atenienses de entonces, que de todas maneras veían facilitada su comprensión por el hecho de conocer el asunto tratado. T. S. Eliot, reflexionando sobre el tema a partir de su propia experiencia en la búsqueda de renovar el verso dramático inglés, postulaba: "...que el público, en el momento de caer en cuenta de que lo que escuchaba es poesía, se diga: `Yo también podría hablar en verso'". (...)
El metro habitualmente utilizado para los diálogos en la tragedia griega era, más precisamente, el trímetro yámbico, compuesto por tres metros yámbicos. Un metro yámbico estaba integrado, a su vez, por dos yambos o pies yámbicos, cada uno de los cuales consiste en una sílaba breve seguida de una sílaba larga. Este esquema, sin embargo, no era rígido, pues una sílaba breve podía ser remplazada por una larga, y la larga resultante, al igual que la otra sílaba larga, podía ser remplazada por dos breves. De modo que, aunque no se llegaba al remplazo máximo, potencialmente la cantidad total de sílabas podía variar entre dos y cuatro en cada pie, lo que hacía un total de entre doce y veinticuatro sílabas por verso. En cualquier caso, no existía un número estrictamente fijo de sílabas, como tampoco se utilizaba la rima, recurso varios siglos posterior, resultando ser, entonces, en términos actuales, un verso libre dentro de ciertos parámetros de extensión y ritmo.
Las variaciones métricas eran aún mayores en los pasajes líricos, a cargo del coro (en el párodo y los estásimos) y ocasionalmente de algún personaje principal (los kommói, composiciones en tono de lamento, como las que tienen a su cargo Antígona en el episodio IV y Creonte en el éxodo de la pieza aquí traducida). En estos pasajes la versificación era marcadamente musical, y estaba organizada sobre la base de un esquema distinto para cada estrofa, repetido por su respectiva antistrofa. (...)
No es ésta la ocasión de hacer un tratado de prosodia castellana. Base con esbozar lo que el cultivo del oído y la poesía indican. El castellano necesita, para fluir con cierta agilidad, una distancia mayor entre acentos. Quizás el más coloquial de los ritmos sea una suerte de yambo atenuado (funcionamiento acaso similar al del antiguo metro yámbico griego), en que la sílaba tónica del primer pie lleva un acento de apoyo casi imperceptible y la mayor fuerza acentual recae en la sílaba tónica del segundo pie, de modo que un "metro" quedaría conformado por una sílaba átona, una levemente tónica, otra átona y una fuertemente tónica. Si admitimos dentro de ese esquema la variación en el número de sílabas habitual en el yambo antiguo, permitiendo aquí y allá el agregado de otra sílaba átona (como en aquel entonces las dos breves en lugar de una larga), obtenemos un ritmo cercano al mismo tiempo al yambo griego y al fluir coloquial del castellano, ritmo que las más de las veces da lugar a un verso que se corresponde con los metros fijos canónicos de nuestra lengua (heptasílabos, octosílabos, endecasílabos, alejandrinos, o la reunión de un par de ellos cualesquiera dentro de un mismo verso).
Aunque parezca una obviedad remarcarlo, la tragedia griega era un género dramático, y su texto tenía por destino el ser pronunciado por actores sobre un escenario (y en la orkhéstra en el caso del coro). Incluso al leerla nos la imaginamos en esa situación. Este aspecto no se contradice en lo más mínimo con los dos anteriores, la poesía y el verso. Por el contrario, allí está Shakespeare para demostrar, por si hacía falta, que el verso y la poesía pueden confluir perfectamente en un discurso verosímilmente admisible como pronunciado por un personaje dentro de una pieza teatral, esto es, en el curso de una acción que se desarrolla en un lugar representado por el escenario. A eso mismo apunta el tono cercano a lo conversacional que encuentra Aristóteles en el yambo.
Los problemas que pueda presentar, frente a una puesta en escena que se realice hoy en día, la traducción de una tragedia griega que respete los recursos y destellos poéticos del original y su forma versificada, no son muy distintos de los que plantea también hoy una obra de Lope de Vega. Y hasta son menores, si se tiene en cuenta que la convención teatral en tiempos de Lope incluía el metro fijo y la rima, elementos que, inusuales en las convenciones de nuestra época, pueden distraer mucho más la atención del espectador no habituado.
Un aspecto poético que merece particular atención aquí, por estar íntimamente ligado al carácter teatral de la tragedia, es el de las frases a medio decir, propias de toda conversación. En ellas, la parte que falta estaba dicha inmediatamente antes por la misma persona o por su interlocutor, o bien se hace una indicación o mención que sólo se completa en un gesto o movimiento claramente implicado por las palabras (y que el espectador o lector fácilmente visualiza, en el escenario o en su imaginación).
Así, lo que el carácter teatral del texto le pide al traductor es que tenga siempre en miras que habrá de ser pronunciado por personajes que dialogan y monologan sobre un escenario. Por consiguiente, entre varias posibilidades de traducción de un mismo pasaje, convendrá siempre elegir la más cercana a la conversación, sin redundar con palabras añadidas cuando la acción está hablando por sí misma con suficiente elocuencia.