Tres cuentos de Sara Gallardo
Por Sara Gallardo
Tokio se llama la tintorería de mi barrio. Su dueña, desde una mesa, vigila los trabajos. Casi no habla español. Entre el vapor sus hijos escuchan tangos en la radio.
El día que me hicieron rector de la Universidad fui a hacer planchar mis pantalones. Los muchachos me dieron una bata mientras esperaba.
Por pudor, la madre dejó el puesto. Lo ignora: enseño lenguas orientales. Pude leer, en la mesa, qué escribía:
Aquí estabas
espejo
cuatro años escondido entre papeles.
Un rastro de belleza perduraba en tus aguas.
¿Por qué no lo guardaste?
De alguna cosa sirve, comprendí esa tarde, ser rector de la Universidad, experto en lenguas orientales, dueño de un solo pantalón.
En Chivilcoy, hacia 1942, había una mujer muy consultada. Para litigios, enfermedad, finanzas, robos, tenía consejos de oro. Nunca aceptó pago. De modo que la gente le llevaba huevos o corderos y a veces confitura casera.
Vivía en las afueras del pueblo. Había que dejar los medios de transporte bajo un aguaribay.
Asombraba su enorme cabellera, anudada en rodete, de un color amarillo. Observadora como es, la gente notó que era peluca.
En una especie de escritorio atendía las cuitas. Se retiraba dejando solos a los clientes por una puerta chica pero doble. Al rato volvía con el consejo.
Así, corrió la voz de que había un espíritu a sus órdenes y aumentó su prestigio.
Se la veía pasar en un sulky tirado por un alazán. Alguien, para alegría general, descubrió que la peluca estaba hecha con cerdas de la cola del alazán. La noticia cundió, pero sin llegar a sus oídos.
Cuando murió, se atrevieron a abrir la pequeña puerta doble. Comunicaba con un establo, donde tenía a su caballo.
No lloré a mi marido en realidad. Treinta años de discordia. Mejor: diez de discordia y veinte de odio. Un yugo, si los hay.
Heredé. Siempre deseé tener mis propios bienes. Invertí, compré tierra, sé asesorarme, puse dinero en préstamo.
Esto me hizo feliz. Empecé a notar los colores del cielo.
Cuando estrené mi casa, dos cuartos con alfombra y jarrones, vista a un parque, bebí champagne a solas, reí.
Todos los viernes invité a amigos a una mesa de bridge. Matrimonios de vieja data y algún pederasta para completar.
Un lunes a la tarde se me fue la sirvienta, inservible, reumática. Fue a internarse. Un alivio.
Pedí ayuda al portero. Mandó a su hijo.
No sé qué ha sucedido.
He empezado a meditar en historias que nunca creí. En Cupido, en sus flechas, en la venda.
Entró en mi casa y me miró. Por un instante quedé, ¿cómo decir?, no respondió mi lengua.
Leí en novelas algo de esto. íPero no de esta forma!
Me encuentro pensando en cosas que no escuché, de brujos, o de dioses. He enfermado de amor.
Hace diez días hubiera reído escuchando esta historia.
Sabe lo que me aqueja; no es compasivo; ronda; apenas disimula su desdén.
Le gusta -como a mí- el dinero. Edifica para su novia una casita en un suburbio.
¿Cómo a mí, dije? Temblando me acerco a sus pies, llevo la mano a sus rodillas. Le doy mi dinero.
Invito al bridge aún. No distingo las caras de mis nietos. Cada tarde me visto de lo que creí ser. Visito. Hablo de cine, de políticas, modas.
Vuelvo de noche, sin mirarme en el espejo del ascensor, ardiendo.
En la cocina, indiferente, está. Corro a buscarlo.
¿Qué era el mundo?