Un café caliente, una película de Luchino Visconti, el silencio acogedor de la casa, me alcanzan para estar bien. Una caminata por la ciudad, el descubrimiento de un balcón que se asoma entre los letreros de algún negocio, el asombro de una puesta de sol contemplada desde una calle que corre paralela a las vías, la mirada que se extiende sobre la laguna Setúbal y roza la línea frágil y sesgada de las islas, me conecta a la vida con una particular intensidad.
He aprendido a estar conmigo mismo. No ha sido fácil, y puedo dar testimonio de ello, pero creo haber llegado a ese lugar en donde la vida se contempla desde cierta altura, iluminada por una luz suave, como un tenue resplandor que le otorga a la cosas la breve pero persistente consistencia de un sueño. La tarea no ha concluido y no creo que concluya, pero creo saber dónde está lo que importa, hacia dónde debo dirigir mi mirada.
Con la debida modestia puedo decir que soy un solitario que disfruta de su soledad. A los amigos que me reprochan mi aislamiento, siempre les digo que nunca me he sentido más conectado al mundo que desde que descubrí que es imposible entender lo que sucede en la ciudad si antes no nos hemos puesto de acuerdo con nosotros mismos.
Hubo un tiempo en que me preocupaba conocer de todo y estar al día con lo que ocurría en la sociedad. Consumía diarios y palabras; hoy leo y pulo palabras; hoy he aprendido las virtudes de la modestia y el silencio y, como le gustaría decir a T. S. Eliot, prefiero la vida al vivir, la sabiduría al conocimiento, el conocimiento a la información.
Con los años he aprendido a reconocer mis límites y ese reconocimiento en lugar de empobrecerme me ha hecho crecer. No aspiro al infinito, pero sé que existe y que a su misterio puedo intuirlo, percibirlo entre las cosas que me rodean. Me preocupa el misterio, pero a diferencia de ciertos creyentes no pretendo develarlo ni aspiro encontrar allí una respuesta a interrogantes que los debo buscar en la cercanía y no en la lejanía, en lo que la vida me ofrece todos los días y no en las abstracciones de las ideologías o en la vulgaridad de los libros de autoayuda.
Quiero a mi ciudad porque aquí mi presente se confunde con mi pasado y en ese abrazo me reconozco; aquí está mi vida con mis errores y mis aciertos; aquí es posible imaginar algo que se parece a una identidad, pero que es mucho más abierto, más inconcluso, más vivo que ese término que nunca me termina de conformar.
La ciudad es un paisaje, un territorio, una geografía, pero en lo fundamental yo la percibo como un estado del corazón, esa patria chica a la que se retorna siempre. Como le gustaba decir a Edgar Allan Poe; "Yo no hablo de las grutas y los laberintos góticos de Alemania, yo hablo de las grutas y los laberintos del alma".
Viajo, conozco otros mundos, disfruto de otras culturas, pero en algún momento necesito volver a Santa Fe, necesito de sus crepúsculos, de sus madrugadas en la costanera, de las caminatas por el bulevar, de los sábados de otoño en la peatonal, de una casa rodeada de árboles y cielo en Arroyo Leyes, de las noches compartidas con amigos, de la visita de una mujer.
Recorro los calles de Santa Fe y descubro restos, huellas que sólo para mí tienen importancia. La ciudad cambia, se transforma pero en su interior subsisten fragmentos de historias, señales que sobreviven como ruinas que intento recuperar a través de las palabras. Todos los domingos escribo para que las imágenes no se pierdan en el vacío, para aferrarme a la ciudad que quiero, para que una mujer me lea.
Hasta hace poco seguía disfrutando de los bares, de aquellos cafetines en donde me refugiaba para leer, escribir o compartir confidencias con alguna amiga. Hoy la televisión y los partidos de fútbol han arruinado ese placer civilizado y culto que nos distinguió en los dos últimos siglos. No obstante, a veces, a la hora de la siesta o a la salida del cine, suelo ir a algunos bares en donde disfruto de mi soledad y de mis recuerdos.
Me gusta estar solo entre la gente; me gusta la discreción del mozo, el rumor apagado del salón; me gusta acomodarme cerca de la ventana y mirar cómo circula la ciudad; me gusta detenerme en algunos instantes, en ciertos detalles: una pareja que conversa en voz baja, un hombre mayor que mira el diario, dos o tres muchachos que comentan las últimas novedades. Alrededor de cada una de esas pequeñas escenas hay palabras, miradas, gestos cargados de poesía; sólo se trata de saber mirar.
Borges decía en una entrevista que estaba cansado de Borges, que ya lo tenía harto ese personaje y que quería morir para que le den otro rostro, para ser otro. Yo no estoy cansado de Miranda, el personaje me sigue sorprendiendo, me sigue despertando curiosidad. Conozco sus miedos, sus escrúpulos, sus persistentes defectos, pero también sé de sus esfuerzos, de su curiosidad, de sus deseos de vivir, de sus contradicciones y de sus pequeñas certezas. Hay muchas cosas de Miranda que no me gustan, pero el fondo el personaje no me resulta antipático. Como diría Céline: "Se trata de un muchacho sin importancia colectiva, apenas un individuo".