Creo que eran más de las dos de la mañana. Habíamos terminado de comer el asado y seguíamos conversando en la cocina. Afuera lloviznaba y soplaba un viento frío. La intimidad, el vino compartido alentaban las ganas de conversar, de escuchar las historias que nos contaba el Zurdo, mi amigo que acababa de llegar del sur hacía unas semanas, después de haber trabajado durante cerca de diez años en una mina.
Con el Zurdo siempre nos veíamos así: una vez cada tres o cuatro años. Los encuentros tampoco se planificaban, ocurrían en la calle, en algunos bares; siempre azarosos, si es que en Santa Fe el encuentro callejero puede ser azaroso.
Con el Zurdo no hablábamos ni de literatura ni de música ni de cine, y mucho menos de política. A él lo aburrían esos temas y a mí ni se me ocurría conversar con él de cosas que no conocía ni le interesaban. Nuestra amistad era extraña pero sincera. Yo lo apreciaba, me gustaba estar con él y creo que a él le pasaba más o menos lo mismo.
El Zurdo no era de andar a los abrazos ni de andar expresando cariño por la gente; una palabra, un gesto, una pequeña atención bastaban y sobraban para expresar sus afectos. Hosco y solitario como era, tenía una delicadeza y una discreción para manifestar sus sentimientos que muchos supuestamente más cultivados y más mundanos se la habrían envidiado.
Ese día nos habíamos encontrado a media mañana en la Plaza del Soldado. Al Zurdo en otros años se lo veía pasear por calle San Martín o parado en la puerta de alguno de los clubes sociales del centro; después se fue volcando hacia San Jerónimo, pero explicar las razones de ese pasaje llevaría mucho tiempo.
Lo que importa es que nos encontramos de casualidad y sin demasiadas ceremonias arreglamos para compartir un asado esa misma noche. Yo creo que tenía algo que hacer, pero tratándose del Zurdo suspendí compromisos porque era mucho más importante estar con él que atender cuestiones rutinarias que podían ser atendidas cualquier otro día. A la tarde visité al carnicero del barrio y le pedí costillas de novillo, chorizos especiales y mollejas.
El Zurdo participa, como muchos santafesinos, del ritual de los asados, de la carne salada con sal gruesa, del fuego que ilumina el patio y proyecta las sombras hacia las plantas. Por supuesto que compré algunas botellas de vino tinto porque, como le gustaba decir a mi amigo, entre el hambre y la sed siempre es preferible atender la sed.
El Zurdo llegó con dos botellas de vino en la mano. Yo recurrí a mis opinables habilidades de asador para hacer algo más o menos digerible y, mientras el fuego doraba la carne, acompañamos la ceremonia con el vino y la charla. Decía que lloviznaba y hacía frío. Habría que agregar que la noche se prestaba para estar con un amigo comiendo un asado, tomado vino y oyendo sus historias.
El Zurdo no es de muchas palabras, habla poco pero es muy preciso. En general, le gusta más escuchar que hablar, pero con unos vinos encima y acompañado de amigos puede llegar a ser simpático, una virtud que nadie que lo conozca se animaría a reconocerle.
Esa noche nos contó a mí y a los que compartimos la mesa su trabajo en las minas de Río Turbio. Nos habló de la vida de los mineros, de las noches en el campamento, de los rigores en el socavón, del miedo a los derrumbes, de la dinamita traicionera y las enfermedades contagiosas.
Nos mostró la estampita de la virgen de los mineros, aquélla a la que todos los mineros, los más bravos, los más valientes, los mas temerarios se encomiendan. Nos contó de la intuición del minero, de esa capacidad extraordinaria para prevenir el peligro y correrse un segundo antes de que se derrumbe una pared.
Nos habló de los días de franco, de esos fines de semana en los que los hombres bajan a la ciudad a emborracharse, a copular con prostitutas y a pelearse en la calle con la policía. Nos decía que ningún minero que se respete se deja llevar preso por un policía. Recordaba que, con un amigo, una noche se pelearon a trompadas con seis milicos; al final les ganó la policía porque recibieron refuerzos, pero desde el calabozo el Zurdo le gritaba al comisario que sea hombre y que saliera a pelear al patio.
-¿Y el comisario que hizo? -pregunté.
El Zurdo cuando responde casi no mira, es como si se dejara atrapar por los recuerdos y a lo único que presta atención es al vaso de vino que va vaciando con tragos cortos. Después, nos cuenta que el comisario salió al patio y le ordenó a la guardia que lo soltaran y durante casi media hora se estuvieron dando trompadas en el patio bajo la luz helada de las estrellas y las miradas silenciosas de los presos y los policías. Se pegaron parejo y al final el cansancio o los golpes recibidos los obligaron a parar; después, el comisario volvió a su despacho y el Zurdo, al calabozo.
Esa noche seguimos escuchándolo al Zurdo contar historias casi hasta la madrugada. No terminamos en buen estado, claro está, pero recuerdo que los acompañé hasta la puerta y nos despedimos con un apretón de mano; al Zurdo no le gustan los abrazos entre hombres, y mucho menos, los besos y todos esos refinamientos de ahora. Recuerdo que lo vi irse caminando por la calle que desemboca en la Costanera, entero, íntegro, sólido, imponente en su soledad y su orgullo.
Tres o cuatro meses después leí en el diario de la tarde, en la inevitable sección necrológica, que el Zurdo había muerto. La noticia me sorprendió, pero no tanto. Sabía que no andaba bien de salud y que no hacía nada para cuidarse: tomaba, fumaba y vivía como siempre, sin límites. Creo que lo habían internado y se escapó. No soportaba la prisión del hospital y no aceptaba vivir de otra manera que no fuera la que siempre había conocido.
Creo que una de estas tardes me voy a dar una vuelta por el cementerio para llevarle un ramo de flores y dejarle en la tumba la estampita de Santa Bárbara, la virgen protectora de los mineros que esa noche se olvidó en casa. No sé por qué se me ocurre hacer esas cosas, pero he aprendido que en la vida muchas veces uno hace cosas sin saber muy bien por qué las hace.