Los relatos policiales cuentan, en general, dos historias. La primera es la historia de la investigación, hecha de pistas, sospechas y sucesivas y tal vez falsas revelaciones, hasta llegar a la iluminación y a la verdad. La segunda es la historia del crimen, que sólo se revela al final. El protagonista de la primera historia es el detective y el de la segunda el criminal. El detective es un hermano secreto del lector; ambos leen las pistas y conjeturan posibles argumentos. El criminal, en cambio, es hermano del escritor: los dos tratan de distraer al lector y de borrar las pruebas, confundiendo la trama verdadera con otros argumentos posibles para que no se note que lo evidente estaba allí desde el principio.
No sabemos por qué nos gustan las historias de crímenes, pero ese secreto final se ha convertido en una perfecta metáfora del secreto que toda lectura implica. Leemos para saber algo, leemos para que aparezca algo que está escondido. En los cuentos de esta antología, en cambio, no se cumplen del todo las reglas del policial. Cuando nos asomemos a estos relatos, veremos que la primera historia, la de la investigación, ha desaparecido, y con ella el detective. Nos queda la segunda historia, la del crimen.
En estas páginas el enigma está ausente: sabemos, en la mayoría de los casos, quién es el criminal y cómo cometió el crimen (a veces sabemos el nombre del asesino aun antes de que el asesinato ocurra, como en "El crimen de lord Arthur Saville"). Son otros los elementos de la trama los que faltan, son otras las sorpresas que deparan los finales.
El primer relato, el de Thomas Hardy, es el que más lejos está del policial y sólo se relaciona con el mundo del crimen por la presencia de los ladrones. Es un cuento de ingenio, con reminiscencias de los cuentos de pícaros que abundan en las tradiciones folclóricas. "El regalo de Navidad del chaparral", de O'Henry, visita dos géneros: el de la literatura del oeste, con sus consabidos pistoleros, y el de los cuentos sobre la Navidad, con final edificante, que acostumbraban publicar las revistas de la época. Recordemos que el cuento más famoso de O'Henry también está relacionado con una fiesta de la cristiandad: "El regalo de reyes".
"El corazón delator", de Edgar Allan Poe, y "Markheim", de Robert Louis Stevenson, son pesadillas dictadas por la culpa. Están más cerca del género fantástico que del policial, a pesar de que hay un crimen en cada una. Son relatos acerca de los fantasmas del remordimiento. En el primero está el misterioso visitante, al que una lectura alegórica señalaría como la conciencia; en el segundo, ese corazón que late bajo el suelo. Poe procuró llegar al horror, despejando el género de elementos sobrenaturales; expulsó a los fantasmas de su literatura para reemplazarlos por las alucinaciones de la mente. Este corazón que sigue latiendo bajo las tablas del piso es una de las imágenes más poderosas de su literatura (...).
El cuento de Jack London transcurre en un circo, y tal vez toda antología se parezca a un espectáculo circense: aparecen unos personajes en escena, cumplen su papel y luego se retiran (entre aplausos o silbidos, según el caso) para dejar lugar a otros personajes, sin relación alguna con los anteriores. El hombre leopardo nos cuenta la historia de un asesinato en un circo: la víctima es el domador, el arma el león... pero falta otra arma, que el hombre leopardo sólo nos revelará al final.
En el último relato, "El crimen de lord Arthur Saville", está concentrado todo el arte de Oscar Wilde: el brillo de los diálogos, como en sus mejores piezas teatrales, el ingenio en las intervenciones del personaje de lady Windermere -pródiga, como el autor irlandés, en frases memorables-, pero también la visión de un mundo más oscuro, que lo acerca a las sombras góticas de su novela El retrato de Dorian Gray. Lord Saville podría ser un personaje increíble, una mera marioneta de su autor, un ser ridículo a causa de su fe absoluta en la profecía del señor Podgers. Pero un detalle lo vuelve humano: acosado por su horrible secreto, mira con melancólica envidia a los hombres que llegan a Londres a vender mercadería, y para quienes la ciudad no es más que un gran mercado. Para él, en cambio, es el sombrío escenario de un crimen futuro.
Sin detectives a la vista, les toca a los criminales hacerse dueños absolutos de la escena. Borran las pistas y se lavan la sangre de las manos, pero bajo las tablas del piso se sigue escuchando el latido de un corazón.
Por Pablo De Santis