Entrevista a Alfonso Mallo

De la escritura como suspensión del movimiento


Editorial Ril (www.rileditores.com), de Santiago de Chile, acaba de editar "Los incendios", una novela del argentino (radicado en Chile) Alfonso Mallo, que nos sumerge en un clima de opresión y catástrofe casi palpables, y que no da respiro a lo largo de sus trescientas páginas. Lo que sigue son extractos de una entrevista en la que Mallo comienza hablando de la lectura y comenta después algunos pasajes de su novela.

-Cuando era chico no escribía sino que plagiaba o glosaba, cosa que era mucho más redituable, a los efectos de cultivar una pequeña fama en la educación sistemática y ser el favorito de la maestra. Pero eso, que era medio en serio y también un juego, finalmente tenía que ver con el tema de la lectura: como leía más que los demás, rara vez me pescaban en el delito. Al mismo tiempo, tuve la viveza de nunca chorear clásicos de la literatura infantil o escolar, obviamente, sino cosas que por algún extraño motivo, hace veinte años, no entraban mucho en el circuito (como "Mi planta de naranja lima", de Vasconcelos, que tenía algunas malas palabras en la página 106, o algunos cuentos de Dalmiro Sáenz que leía a escondidas incluso de mis viejos). Pensándolo mejor, tiene lógica el asunto cuando uno se da cuenta al final de que lo más placentero de la escritura es, justamente, la lectura. Ahora, aunque a veces den muchas ganas, ya no plagio, o al menos no lo hago tan descaradamente como antes.

-En "Los incendios", un final de ciudad -que es el fin del mundo y quizás ya sea el infierno- es vivido por personajes que deambulan en círculos viciosos que los llevan a los mismos lugares y a las mismas situaciones, sólo que cada vez más asfixiantes, si cabe. Una ciudad, leemos, "que clausura su boca inmensa sobre cada uno de nosotros, como si pretendiera convertirnos en alguna especie de alimento urbano que sólo se digiere con el fuego. La ciudad miente, miente, lo sé, miente. Porque no hace posible el escape en el momento en que es más necesario y se cierra como una cárcel oculta a la que nadie puede llegar".

"Los incendios" en el principio fue un sueño. Tenía, claro, mucho más cosas autobiográficas y mucha menos verosimilitud (se trataba, realmente, de un sueño bizarro). Pero del sueño quedó lo del clima asfixiante, porque si hay algo que tienen los sueños es la sensación de la habitación siempre cerrada: no es posible salir de ellos hasta que se despierta. Desde entonces hasta que terminé la novela pasaron casi cuatro años y el proyecto tuvo muchas modificaciones, básicamente porque el sueño, en sí mismo, era inenarrable. Quise conservar algo que quizás me viniera de la ciencia ficción: la idea de que todo cambia de alguna manera extraña cuando un hecho terrible ocurre (la caída de un meteorito, la muerte de todas las mujeres del mundo o un incendio paulatino, lento e inexorable). Y eso se me cruzó con cierta idea del recuerdo o, mejor, de los mecanismos que dispara el recuerdo, porque tuve que ponerlos en funcionamiento para reconstruir el sueño con cierta exactitud.

Desde ahí, la escritura de la novela fue un proceso bastante largo y tedioso, porque además me había autoimpuesto la obligación de terminarla antes de cumplir veinticinco años, cosa que logré y que ahora, seis años después, me parece una estupidez. En todo caso, tengo muy claro que se trata de eso que llaman "primera novela": ahí están las obsesiones no tanto temáticas sino de estilo, de tono y de ciertos desvíos profesionales que tienen que ver con la edición y la corrección como oficio. Entonces, desde ese punto de vista, me parece que tiene también lo asfixiante de ese gesto: tratar de hacer una novela que tuviera todo lo que había escrito antes. En cierto sentido, creo que se trató de una especie de catalizador que me pareció necesario, pues es algo que tarde o temprano hay que hacer si se quiere escribir, y por eso la publiqué igual, cinco años después de terminada, aunque me parece que no representa mucho lo que estoy haciendo ahora.

-Leemos en otro pasaje de "Los incendios": "Escribir desde el presente es reescribirlo: una bicicleta fija que gira y gira sobre sí misma hasta que quien mueve los pedales desfallece o abandona. Recorto algunos fragmentos para robarle a la memoria deseos de un pasado perdido, pero comprendo que sin eso no hay existencia posible y la escritura desde el presente se transforma en la más perfecta simulación de vacío".

-Ese fragmento alude al recuerdo, sin duda por el lugar común que viene de leer a Proust con cierta devoción (y también a Perec, que hace lo mismo pero distinto), está para mí en el origen mismo del acto de escribir y, de alguna manera, lo contiene. Es un asunto que va más allá de lo temático y, por supuesto, del estatuto de verdad de las cosas: me parece que toda escritura es, siempre, la construcción de un recuerdo que instala una especie de presente total, que estaría en el acto mismo de escribir. Creo fervientemente que hay, al menos, dos mundos funcionando al mismo tiempo y que, en el fondo, son muy parecidos. Lo que la escritura hace es detener ese movimiento y tratar de atisbar desde uno lo que ocurre en el otro. Ese instante es, claro, un presente donde las categorías de pasado, de memoria y de ficción son muy relativas. Por ahí va un poco la investigación de "Los incendios", y si lo pensás un minuto se trata apenas de responder preguntas muy sencillas: ¿qué pasaría si todas las ciudades del mundo fueran incendiándose lenta y paulatinamente? Las cosas cambian de tal manera que las relaciones entre las personas, entre las personas y las cosas y, sobre todo, entre las personas y su propia historia se van un poco al tacho y se generan modos nuevos de relaciones. No es que no existieran desde antes, sino que estaban tapados por otras capas de sentido (culturales, sociales, políticas, en fin...) que el hecho extraño (y no tanto tampoco) pone un poco más arriba de la torta. Eso que ocurre en la ficción también ocurre en la realidad de la escritura en el momento mismo de escribir: ese acto se transforma en el hecho conmocionante que puede cambiar todos los modos de relación conocidos por aquellos que están un poco más allá. Y quiero insistir en que digo "nuevos" y digo "cambios"; pero se trata apenas de una manera de denominar al fenómeno: por una parte, está claro que nadie inventa nada y, por la otra, está todavía más claro que todo esto está circulando por alguno de los dos mundos que componen la realidad y se trata solamente de tratar de escribirlos, algo en apariencia tan simple como cualquier otra cosa (cambiar el cuerito de la canilla o hacer un trasplante de hígado, da más o menos lo mismo).