Cuando en 1988 la prestigiosa revista Les Cahiers de l'Herne preparaba un número especial dedicado a Léon Bloy, surgió una imprevista y, quizás, no tan impredecible dificultad: casi ninguno de los intelectuales franceses de aquel entonces quería ver asociado su nombre al de un escritor muerto en 1917, hasta el punto de que no fue sin dificultad que se logró la contribución de algún filósofo que gozaba del beneplácito oficial del agonizante catolicismo galo. Pierre Glaudes, el mayor especialista actual de la obra de Bloy, pudo preguntarse qué era lo que hacía de éste, setenta años después de su muerte, "l'irrécupérable par excellence": un infrecuentable, el último de los malditos. Veinte años más tarde, la situación no ha cambiado. Bloy fue en su época, y sigue siéndolo en la nuestra, el autor de una obra tan intemporal como incandescente, siempre capaz de despertar lo que Georges Bernanos llamó "el miedo inmenso de los bienpensantes".
En su patria, cuando ya no fue posible ignorarlo, se pretendió hacer de él casi todo y todo lo contrario: un reaccionario y un anarquista, un furibundo denostador del pueblo hebreo y un denunciador, no menos furibundo, del antisemitismo fin de siŽcle; un católico intransigente y un herético secretamente ocultista; un desesperado y un místico; prueba flagrante de la imposibilidad de clasificar (en un país que, como escribió Borges, se interesa quizá menos en la literatura que en la historia de la literatura) a un inclasificable por naturaleza, y no tanto del afán por ganarlo para la causa propia como de la incomodidad de sentir su presencia perturbadora en la orilla opuesta.
Curiosamente, la obra de Léon Bloy ha sido siempre más estimada fuera de su país. Josef Florian, traductor moldavo, se la hizo conocer a Kafka, quien vio en el escritor francés el igual de los Profetas del Antiguo Testamento; el joven Borges, estudiante en Ginebra, leyó sus libros con avidez, y se nutrió de algunos de los temas de quien, no obstante, tan poco se le parecía; el padre Leonardo Castellani lo consideró "un santo más impaciente que el Buen Ladrón"; un deslumbrado Ernst Jünger devoró, durante los años de la ocupación alemana de París, su monumental Journal.
Todo comenzó una mañana del gélido invierno parisino de 1867, cuando Bloy, que tenía entonces veintitrés años, se cruzó en la rue Rousselet con Jules Barbey d'Aurevilly. El inicio del diálogo fue breve y lapidario:
-¿Qué quiere, joven?
-Contemplarlo, señor.
Así se entabló la relación entre el joven anarquista obsesionado por el temor a la locura y tentado por el suicidio y el que era uno de los mejores escritores de su tiempo, estilista incomparable, dandy supremo, católico y monárquico; así nació una amistad a la que sólo la muerte de Barbey pondría fin, veinte años después. El viejo escritor ejerció sobre el muchacho una poderosa influencia. En poco tiempo, Bloy se había convertido al catolicismo. Durante un año, mientras se ganaba la vida como podía, aprendió el latín e hizo de la lectura de la Vulgata su alimento cotidiano; se compenetró con la obra de los pensadores contrarrevolucionarios del pasado reciente, como De Maistre, Carlyle y Donoso Cortés; adquirió, bajo la tutela de Barbey, una sólida y sorprendente cultura alejada de todas las modas de su tiempo.
Los años siguientes fueron trayendo otros elementos esenciales: el convencimiento de que su misión era escribir una obra literaria a la que debería consagrar todo su tiempo, lo que lo llevó a rechazar cualquier otro destino y a elegir, para sobrevivir, trabajos ocasionales, meramente alimenticios -y cuando no pudo trabajar pidió ayuda, exigió, mendigó-; el encuentro, en 1877, con Anne-Marie Roulé, una prostituta con la que vivió una intensa aventura amorosa que se transformaría en exaltación mística, para terminar trágicamente y dar origen, diez años después, a su novela El desesperado; la primera peregrinación a la montaña de La Salette, en 1879, en compañía del abate Tardif de Moidrey, en base a cuyos métodos exegéticos Bloy desarrollaría más tarde un personalísimo sistema de interpretación simbólica de la historia; la publicación en 1884, cuando ya tenía más de treinta y ocho años de edad, de su primer libro, El revelador del Globo Terráqueo, ensayo poético dedicado a ensalzar la figura de Cristóbal Colón, con un prefacio entusiasta de Barbey dïAurevilly; el casamiento, en mayo de 1889, con Johanna Molbech; el inicio, en 1892, del que sería uno de los diarios más extensos de la literatura, y de cuya enorme masa, aún en proceso de publicación, extraería siete volúmenes.
Todos esos elementos y muchos otros, incluso los más insignificantes (avatares de la vida de un hombre que conoció hasta el día de su muerte la miseria, el hambre, la pertinaz falta de éxito, la enemistad activa de muchos y la admirativa fidelidad de unos pocos) contribuyeron a conformar una vastísima obra que, mal conocida aún, es sin lugar a dudas una de las mayores de la lengua francesa.
Desde el momento de su concepción -o, al menos, de la muy general exposición del plan de la misma que Bloy hizo en carta de 1887 a los directores de la librería Quantin- hasta el de su publicación en 1897, La mujer pobre ocupó diez años de la vida de su autor. Diez años de infortunio, que figuran, sin duda, entre los más trágicos de la vida de Bloy, y en los cuales su matrimonio con Johanna Molbech fue, quizás, la única tregua. Durante esos años, Bloy abandonó y retomó la obra repetidas veces; llegó a creer, desalentado, que no la terminaría jamás, lo que explica que decidiera dar a la prensa algunas de sus partes en forma de textos independientes (con ciertos capítulos, convenientemente refundidos, escribió, por ejemplo, los cuentos La llamada del abismo y El amigo de los animales, incluidos en la primera edición de sus Cuentos descorteses y no recogidos en las posteriores; el cuento Una mártir, en cambio, tributario también de pasajes de La mujer pobre, sigue formando parte del volumen); inversamente, usó en su novela diversos textos publicados con anterioridad, como el actual capítulo dieciocho, ya aparecido en revista, en 1891, con el título Ensoñación sobre los pobres ángeles. Tras una pausa de dos años, la muerte de su hijo André, narrada en la segunda parte de la novela, le dio el impulso necesario para terminarla.
Hombre, según su propia confesión, casi eternamente desprovisto de la capacidad de inventar, Bloy convertía en materia novelística la sustancia de su propia vida. Sus amigos, sus enemigos, sus seres queridos, los coloridos actores del mundillo intelectual de su época, personajes históricos y acontecimientos contemporáneos y, sobre todo, sus propias y audaces concepciones, son los materiales heteróclitos que conforman sus novelas. No hay quizás un solo personaje en La mujer pobre que sea un puro producto de ficción; el mismo Bloy aparece en ella desdoblado en (al menos) dos personajes: el escritor Ca•n Marchenoir, protagonista de El desesperado, su novela precedente, y Léopold, el esposo de Clotilde. La crítica ha estudiado en detalle las correspondencias existentes entre las criaturas de Bloy y las personas reales en que se inspiró. Para guía del lector, hemos tratado de aclarar las más importantes en las notas agregadas a esta edición. Creer, sin embargo, que La mujer pobre es un simple roman ‡ clef -ejercicio frívolo, en suma, cuyo interés disminuye en la medida en que nos alejamos de la época que lo vio nacer- sería un error. La apasionada visión del mundo de Bloy, coherentemente expuesta en cada una de sus obras, da unidad a esos elementos dispares. Como él mismo se encarga de señalarlo en las páginas de su novela, no conocemos nuestra verdadera identidad; hombres y acontecimientos no son sino signos de la misteriosa escritura de Dios, que el artista debe desentrañar; detrás de los más diversos actos humanos (una discusión entre literatos sobre la trascendencia estética de la música de Wagner o las angustias de una joven pareja que no puede pagar el alquiler) ángeles y demonios libran, con igual intensidad, su batalla eterna. Todo hecho, todo ser, por nimio o despreciable que parezca, es una palabra irreemplazable del oscuro mensaje de la divinidad, que no acaba de revelársenos y por el que pasamos como "a través de selvas de símbolos". Obra singularmente rica, desconcertante, irritante por momentos, poderosamente cómica, emocionante, perturbadora, La mujer pobre no es, quizás, debido a las accidentadas circunstancias de su elaboración, la obra más perfecta de Bloy; es, en cambio, la más personal, la más generosa, la más profunda.