La presidenta Cristina Kirchner, por suerte, lo aclaró en el tercer discurso de la saga de cuatro que tal vez queden marcados como un mojón en su historia política: "No tengo nada en contra de `la plantita"'.
Claro, la "plantita" a la que hizo alusión, es la soja, la reina de la economía emergente del país, la que le aporta al Estado multimillonarios recursos que acumula en el Tesoro no se sabe bien para qué, la que le dio un impulso extraordinario al crecimiento del que hoy hace gala.
La "plantita", a la que la mandataria comparó casi con "un yuyo", vino siendo uno de los motores centrales de la bonanza que gozó la dinastía Kirchner.
Pero, al mismo tiempo, y como suele suceder cuando algo asume un protagonismo casi excluyente en una economía de pocas patas como la argentina, la "plantita" fue el eje de un debate que alcanzó una categoría inesperada para la sociedad.
El gobierno intentó reinventar la dicotomía "campo-asalariados" en pos de su diatriba contra "la plantita". Resulta que los productores agropecuarios eran, según la visión del kirchnerismo, el enemigo agazapado dispuesto a pegar el zarpazo para generar un "golpe de Estado".
Tal vez por ello en las multitudinarias manifestaciones del más típico folclore justicialista -ésas que la gente mira con escepticismo, porque ya sabe que de espontáneas tienen poco y nada- el gobierno convocó a la única rama que le queda de apoyo entre las asociaciones defensoras de derechos humanos: la que expresa la titular de Abuelas, Estela de Carlotto. Una mujer que sí sabe de golpes, porque sus hijos fueron secuestrados, sus nietos apropiados. Es extraño que con semejante experiencia a sus espaldas, la líder de Abuelas de Plaza de Mayo coincida con la tesis kirchnerista de que hoy se vive en serio un intento de golpe.
Al final, la "plantita" se seguirá plantando, pero sólo mientras las condiciones de mercado internacionales la mantengan como un negocio redituable. Pero el trigo y la carne también cayeron en la volteada, también fueron demonizados por la administración actual, que frenó envíos al exterior, prácticamente, sólo por venganza.
Se trataba de mostrar poder a cualquier precio. Al precio que el secretario de Comercio Interior, Guillermo Moreno, graficó con un claro signo cuando el país lo vio por televisión haciendo el gesto de "cortar cabezas": todo un símbolo de la forma de hacer política del kirchnerismo.
Cortar cabezas no parece ser la respuesta adecuada a un conflicto entre intereses a dirimir en pleno siglo XXI. Lo que comenzó como una protesta por una medida que afecta a un sector exclusivamente -las retenciones- fue transformado por el gobierno en una crisis casi terminal de la democracia.
Así, el kirchnerismo en el poder erró fiero el cálculo. El método de generar confrontación e irritación en el seno de la sociedad lo están pagando todos, pero en el poder, también: la imagen positiva de la presidenta cayó a un abismo, y será muy ardua la tarea de remontar tantos desaciertos que lo único que consiguieron fue despertar una vez más el miedo en la sociedad.
Una sociedad que, por su historia, por cierto no necesita de esa terrible sensación para seguir hacia delante. El miedo paraliza.
¿Es eso lo que busca el gobierno del matrimonio Kirchner? ¿Paralizar?
Al menos ese parece ser el destino que le gustaría dar a la prensa: la parálisis, a través de su silenciamiento, de la mordaza. Las críticas no son, por cierto, una de los derechos de la prensa en democracia que el gobierno no parece respetar. Otro grave error, que también esté pasando la factura a la Casa Rosada.
El anhelo de la administración actual de generar otra contradicción: "prensa-pueblo" no tiene destino. Es que la gente trata de enterarse de lo que pasa en el país a través de los medios de comunicación: los discursos oficiales no le alcanzan; no alcanzaron nunca, para saciar la necesidad de saber qué pasa.
El gobierno muestra muy a las claras sus preferencias. El campo no está entre ellas, tal como lo demostró desde la primera etapa encabezada por Néstor Kirchner. Tal vez sea porque el matrimonio conoce más de bienes inmobiliarios, de negocios de la construcción y de la obra pública, o de petróleo. Tal vez sea por eso, por falta de conocimiento.
Lo cierto es que después de la pulseada que mantuvieron gobierno y campo, la batalla terminó sin vencedores ni vencidos: sólo con una profunda herida abierta en el imaginario social, otro grueso error de cálculo del gobierno. No es fácil imaginar que después de semejante cadena de desaciertos, Cristina Fernández opte por demostrar que aprendió la lección para no repetir tanto desacierto. Pero de ello depende su supervivencia.
Tal vez en eso esté pensando la primera mandataria, que ya canceló varias visitas al exterior pero que prefirió no perderse el glamour de París, el contacto con el multimediático Nicolas Sarkozy. El reclamo por la liberación de Ingrid Betancourt, ya una mártir de la violencia de Latinoamérica, bien podría haberlo continuado en el país. Y también bien puede haberle servido a la presidenta para reflexionar sobre el peligro de la violencia, no sólo la real, sino también la que se agita desde las palabras.
Cristina Kirchner pareció no haber advertido aún que lo que los argentinos quieren es vivir en paz, sin renovados sobresaltos, en una economía que le permita mirar confiados el futuro, algo que sienten que sus gobernantes le están empezando a retacear de nuevo.
Carmen Coiro (DyN)