Por Alejandro Bekes
... quae se tollunt in luminis oras. (II.47)
Por mucho que alce su frente a las estrellas, de la tierra saca el hombre su pan y su vino, su leche y su miel; en el rudo trabajo, en el trato con la intimidad de la tierra ha encontrado también, durante milenios, la realidad de la vida. Aun hoy, quien pone en la tierra las manos para plantar una mata siente una antigua felicidad, y la experiencia de cultivar nuestro jardín (según la máxima de Voltaire y la elección del anciano de Tarento) puede significar todavía una reconciliación con la vida y con la muerte, que es condición de la vida; la tierra es síntesis de las dos, pues a ella va a dar todo lo que ha vivido, y en ella está la promesa de todo lo que ha de volver de la muerte a la vida, de la oscuridad "a las riberas de la luz". ¿Puede entender esto acaso esta época nuestra, tan obsesionada en sus discursos por el retorno a la naturaleza, como apartada de ella en la verdad cotidiana? ¿Puede un lector de hoy, en todo caso, interesarse en un libro que hace veinte siglos buscó acercar a los lectores de Italia -demasiado artificiales y urbanos ya, tal vez, para percibir sin esfuerzo la poesía de la tierra- a la emoción de un fruto que madura en la rama, de una reja de arado que rompe la planicie, de la fiel devoción de las abejas a su comunidad inteligente? Que las "Geórgicas" sean, en el conjunto de sus cuatro libros, un poema sobre el trabajo de la tierra, no es algo que precise demostración. Que integran además un poema sobre la religión natural del hombre quizá la requiera, pero confío en que mi lector, sin esperar exhaustivas pruebas eruditas, lo considere admisible, siquiera a modo de esbozo interpretativo y como percepción última de una paciente y modesta tarea de traducción.
Dijo alguna vez Macedonio Fernández que si él pudiera tenderse al sol en medio del campo comprendería el misterio del universo. La paradoja de que un acto sencillo y que está al alcance de cualquiera sea puesto como condición de un conocimiento que a muchos nos parece inaccesible, bien puede tener como antecedente este momento, uno de los más bellos y conocidos de Virgilio:
íOh afortunados en exceso, si supieran sus bienes,
los labriegos! A quienes, lejos de las discordes armas,
del suelo da fácil sustento la justísima tierra.
Pues si feliz es aquel que "pudo conocer las causas de las cosas", el filósofo que ha sabido poner bajo sus pies todos los miedos que vienen del terrible silencio del destino y del "resonar del avaro Aqueronte", no lo es menos quien "conoció a los dioses agrestes", es decir, quien supo hacer aquello que quería Macedonio, irse al campo, sentir sobre su cabeza el murmurar del viento entre los árboles, convivir con el buey y la cabra, atender a los misteriosos afanes de los insectos, aprender los senderos de los astros, reposar en la tierra. La tierra, anterior a todas las divinidades, síntesis de vida y muerte, es la gran madre, de quien también dejó dicho, siguiendo el hondo surco virgiliano, Leopoldo Lugones:
Oh tierra fidelísima que ofreces
como una teta enorme a nuestras bocas
el duro bien de la existencia, y cuando
viene la muerte al fin como la sombra
que tan sólo al ponérsele a la espalda
la tarde breve, el caminante nota,
el mismo seno a nuestra sien provee
la continua almohada sin zozobras,
donde a la Gran Serenidad nos lleva
el fin de la jornada valerosa.
Se trata, sí, de un poema cósmico, como lo es también, de un modo muy diverso, y acaso más evidente, el gran poema de Lucrecio "De la naturaleza de las cosas". De eso se trata aquí también, y se diría que el punto de partida es el mismo, aunque las conclusiones de ambos son diferentes. El estremecimiento de amor y de gratitud por la vida que nace, ese fervor vital que asalta como un aire de primavera a quien lee el magnífico "`Himno a Venus" con que Lucrecio empieza su libro, se diría que está repartido en las "Geórgicas", pugnando por asomar a los ojos del poeta a cada paso y sin embargo contenido a menudo por la decisión de ver la realidad de la vida, de mirar al trabajo y a sus exigentes apremios, de darle todo su lugar a la aspereza y al honor del trabajo. Lucrecio quiso ser el apóstol de Epicuro, o lo que es igual, servir de guía espiritual a quienes lo leyeran; y este propósito dio un contrapeso y una materia resistente a su impulso lírico. Virgilio entendió plenamente esta enseñanza de su gran predecesor; y tomando, como un nuevo rapsoda, desde Hesíodo hasta Varrón, todo aquello que pudiera servir a su intento, compuso un poema didáctico sobre el trabajo del campo, y lo tituló precisamente "Georgica", palabra derivada del griego georgós, labriego, que a su vez proviene de gés érgon, "trabajo de la tierra". Y a lo largo de ese poema opuso, a la visión racionalista de Lucrecio, una reverencia por la vida que no es idealización de la naturaleza, sino el intento cumplido de sentir la divinidad del todo, aun en su rudeza, en sus aparentes injusticias y tremendos dolores, en la muerte. Es ésta una religiosidad que no está reñida con un espíritu ilustrado, y que bien puede hacer del Virgilio de las "Geórgicas", o de sus momentos centrales, un contemporáneo nuestro. Él fue acaso uno capaz de tenderse en medio del campo y comprender el secreto del mundo.
Pero no se trata, insisto, de una devoción distante, estilizada e idílica por lo verde y florido de las llanuras y las selvas. Bastará al lector dar un vistazo al final del libro III para convencerse. Ni mucho menos es el mensaje de las "Geórgicas" comparable al irónico (y hoy más certero que nunca) del "Epodo II" de Horacio, de aquel usurero que hipócritamente añora una vida campesina por la que no piensa cambiar sus usuras; texto con el que sin duda dialoga Virgilio, implícitamente, en la bellísima celebración que ocupa el final del libro II. El poeta conoce los males y habla de ellos. No pretende disimular ni atenuar la dureza de la vida del campo. Sabe cuánto se agrietan las manos que empujan el arado o cardan la lana, los labios que según las estaciones castiga la sed o el frío. Puede ver cuántas veces resulta inútil el esfuerzo, porque lluvias torrenciales anegan la obra de bueyes y de hombres, porque una tromba se lleva la mies recién segada, porque la cizaña o las grullas tienen sus pareceres acerca de la propiedad de los campos. Pero sobre la fuerza ciega de la naturaleza, el hombre puede, en cierta medida, imponer su designio y ejercer un control. Y aun cuando no pueda hacerlo, habrá de poder reconocer al menos, mediante el esfuerzo de su inteligencia, que una voluntad providente y divina preside el aparente desorden. También en este otro sentido podemos decir que hay en las "Geórgicas" la visión de un cosmos, de un orden que sostiene el gran Todo.
Hay largos pasajes donde el lector puede sospechar que este libro intenta responder a una pregunta. ¿Podemos amar la vida a pesar de todos sus afanes e ingratitudes? -pudiera ser, quizá, esa pregunta. Cuanto más sincera es la pintura del dolor de vivir, tanto más ha de emocionarnos que la respuesta sea, a pesar de todo, afirmativa: con la misma emoción de sentirnos parte de la vida, y parte consciente.