El dilema que se le presenta al régimen cubano es acerca de la naturaleza de los cambios. Como las viejas consignas sesentistas, la alternativa en Cuba es revolución o reforma. En cualquiera de los casos, Cuba ya no volverá a ser la misma. El último freno a las transformaciones es Fidel Castro. Él y un puñado de incondicionales siguen creyendo que Cuba es un paraíso que en soledad resiste al imperialismo. La calamitosa calidad de vida de los cubanos, a estos revolucionarios de la vieja guardia no les dice absolutamente nada. Según ellos, lo importante es vivir con poco y nada, pero mantener una alta moral revolucionaria. En todos los casos, los culpables de las necesidades de la población son los yanquis.
Por lo pronto, la sucesión en el poder se hizo al mejor estilo comunista: el hermano menor sucedió al hermano mayor; como en Corea del Norte, el hijo sucedió al padre. El régimen no habrá formado al hombre nuevo ni habrá creado la sociedad igualitaria, pero queda claro que no es liberal y mucho menos republicano. El poder en Cuba se parece más al de un sultanato tropical que al autogobierno de los iguales como profetizaban los viejos socialistas. También queda claro que la propiedad privada no existe. Por lo menos no existe para el hombre de la calle, porque para los inversores extranjeros y los burócratas, los beneficios son notablemente altos.
Raúl no es lo mismo que Fidel. Es la continuidad del poder, es responsable como su hermano de todas las barrabasadas, crueldades y delirios cometidos, pero a juzgar por quienes lo conocen dispone de algunos centímetros más de sensatez y sentido común. En principio, nadie en el Partido Comunista cree en el marxismo o en algunas de esas versiones teóricas. Desde hace años, se sabe que el marxismo como corpus teórico es una materia de estudio en las universidades capitalistas. En Cuba como en la URSS el legado teórico de Marx fue triturado por la dictadura.
El régimen cubano es pragmático y su único principio es el ejercicio absoluto del poder. La diferencia que se podría registrar entre Raúl y Fidel, es que el primero tiene una visión menos épica, menos trágica de la política. Esa aptitud le permite distinguir algunas realidades que para Fidel son inexistentes. A Raúl no se le escapa la miseria material en la que está sumergido el pueblo cubano. Tampoco desconoce la hipocresía de un régimen que dice luchar contra el imperialismo pero tiene como moneda real de cambio al dólar y el euro. Para el realismo de Raúl, no existe ni hombre nuevo ni juventudes revolucionarias. Lo que hay son necesidades, corrupción cotidiana y ejercicio habitual de la prostitución como alternativas de la pobreza.
Digamos que las nuevas autoridades son más o menos conscientes de los límites del poder que han heredado. Formados en el despotismo, no creen en la democracia, mucho menos en el pluralismo, pero desean que su poder sobreviva. Por lo tanto, estarían dispuestos a iniciar un proceso de reformas muy lento, muy controlado, en la mejor línea gatopardista: cambiar algo para que nada cambie.
Esta estrategia puede ser viable, pero dependerá de una compleja red de factores. En principio, el juego político dependerá de las relaciones entre la burocracia del partido y la estructura militar. En Cuba, el poder es despótico pero no está unificado. Retirado Fidel Castro del poder real, esta tendencia se ha acentuado. El aparato político debe negociar no sólo con las Fuerzas Armadas, sino también con los influyentes funcionarios de las empresas estatales, muchos de ellos con ambiciones privatistas muy parecidas a las que en su momento desarrollaron los burócratas rusos.
La estrategia de Raúl se orientaría en la dirección a la que en su momento emprendieron los chinos y los vietnamitas. Las reformas apuntarían hacia una suerte de capitalismo de Estado con una mínima ampliación de las libertades. Maravillas de la historia: la salida de la revolución castrista sería un régimen capitalista sin sus virtudes y con todos sus defectos. Cincuenta años de supuesta revolución socialista producirían ese milagro.
Los diez millones de cubanos que viven en la isla están habituados o resignados a convivir sin libertades y a sobrevivir en la ilegalidad. Los cubanos se han hecho expertos en el contrabando, la venta ilegal de mercaderías, la corrupción hormiga y la prostitución en todas las variables imaginables. Tres generaciones sacrificadas en el altar del delirio comunista produjo ese magnífico resultado. El cubano medio no cree en nada que se relacione con la política. Su destreza principal es el arte del disimulo. Si lo convocan a manifestarse con banderas, obedece y grita consignas hasta enronquecerse para que el comisario político quede satisfecho. Después regresa a su vida cotidiana y hace la suya. Sabe Äel aprendizaje lo adquirió con sangre, sudor y lágrimasÄ que al régimen hay que soportarlo, y que lo que vendrá en todos los casos produce miedo. El orden castrista ha logrado un ciudadano medio indiferente, sumergido en sus propios problemas, descomprometido de todo lo que sea preocupación pública y muy miedoso. En la jerga marxista de otros años, esta tipología habría expresado la moral pequeño burguesa más ruin. En nombre del marxismo, Fidel Castro hizo posible aquello que el régimen capitalista más despiadado nunca pudo realizar plenamente.
La otra alternativa que se le ofrece a Cuba es la revolución. Conservadora o liberal pero revolución al fin. Hoy esta posibilidad es la más remota. Sin embargo, la inamovilidad del régimen, su rigidez política podría llegar a alentarla. Si todas las alternativas reformistas se cerrasen, tarde o temprano el régimen estallaría, como ocurrió en su momento con la URSS. Que el modelo político cubano haya sido un calco del soviético, autoriza a pensar que su fin puede llegar a ser parecido. Por lo pronto, hoy no hay indicios de una salida semejante. Aunque uno de los rasgos salientes de estas revoluciones es su celeridad: una coyuntura internacional desfavorable, un escándalo político, un ajuste de cuentas entre facciones internas y todo se derrumba. También en estos casos se cumple el principio establecido por Lenin para diagnosticar condiciones revolucionarias: cuando los de abajo ya no soportan vivir como viven y los de arriba ya no pueden gobernar como lo hicieron.
En contradicción con los vaticinios castristas de que el régimen debe defenderse del sabotaje imperialista, para los gobiernos de Estados Unidos en principio no está contemplado ningún cambio en la relación con el régimen cubano. El embargo continuará, gane Obama o Mc Cain, porque en lo fundamental Äpara los gobiernos republicanos o demócratas de Estados UnidosÄ el cliente principal a atender es el cubano, pero no el de la isla sino el de Miami. Cuba hoy no molesta a los yanquis. Concluida la Guerra Fría, Castro sólo es un peligro para los cubanos. Por su parte, los míticos "gusanos" están hoy más interesados en vivir en Estados Unidos que en regresar a la isla. Puede que los más viejos Äpor razones biológicas, una ínfima minoríaÄ guarden frescos sus viejos rencores, pero la gran mayoría de la población ha organizado su vida con independencia del destino de la isla.
Sólo a la propaganda castrista se le puede ocurrir que los cubanos de Miami pierden el sueño por regresar a la isla. En todo caso, lo que pierden son dólares, esos dólares que les envían a sus parientes, una de las fuentes de ingresos más importantes de un sistema que prometió el Paraíso y sumergió a tres generaciones tal vez en un infierno, tal vez en un manicomio.
Rogelio Alaniz