Janine Ambard recuerda aquel 12 de abril de 1997, cuando llegó con su madre al palacio. Eran más de trescientos, que afuera estaban enardecidos y casi violentos, pero que ni bien pusieron los pies dentro de Versalles enmudecieron. Y al entrar a la Galería de los Espejos, Janine retrató para siempre en su memoria gran parte de esos rostros duros, con miradas detenidas y piernas vacilantes. Hoy, veintidós años después, Janine vuelve a entrar, esta vez con su pequeña Catherine. Sabe que ahora tomarán el palacio, que habitarán salas y pasillos, que el desborde no tendrá fin, ya que no hay más Parlamento que los frene. Mira a los rostros nuevos, y con horror, llora.
Fue en la época que el hombre pisó la Luna por primera vez. Eloísa Cañete actuaba de actriz principal en un conjunto de radioteatro que salía al interior del país. Iban en un ómnibus destartalado, como es debido, y no la pasaban del todo mal. Una noche, Eloísa olvidó la letra, y de pura rabia bajó del escenario y se sentó entre el público. Los que estaban arriba no atinaron a continuar, y en minutos no fue extraño que el primer actor la imitara, y después la estrellita joven y hasta el galán. El escenario quedó vacío. Fue entonces cuando se produjo el suceso: uno a uno, los del público comenzaron a subir. Y a hablar a viva voz, y dirigirse con gestos entre sí. Eloísa Cañete presintió (no sin alborozo) que había dado pie al teatro del absurdo. Sonrió cálidamente, y cuidando de no hacer ruido, salió hasta la boletería y pagó su entrada.
Lucía tiene revelaciones. Desde chica, logra predecir sucesos. A veces, los protagoniza con alguno de su familia; otros, son desconocidos. Lucía esconde ese don porque sabe bien que algunos lo tomarían a risa y otros la explotarían con pedidos y más pedidos comprometedores. Lucía no llega a ver, sin embargo, que ella misma caerá atrapada por sus virtudes. La enamorará un adivino de feria. Se casarán. Y terminará trabajando en un circo. Un mal día la denuncian por bruja. Tras las rejas, jura no ejercer nunca más su don. Y el adivino de feria desaparece para siempre, como si sólo hubiera sido un fantasma de sí misma. Pero al salir del presidio, uno de los guardias, que es nigromante...
Jean Louis Comaid escribe epigramas. Muy bellos algunos, tontos otros. La vida y la muerte le dan tema. El amor y el odio, luces y sombras. Escribe con pasión, aunque a veces su duda resulte como un puñal afilado. ¿Epigramas para qué, para quién? Más allá de libros, quiere que sus escritos sean llevados de boca en boca, de brisa en brisa... Un mal día, Jean Louis Comaid trastabilla al salir de una iglesia y se desnuca. Lo sepultan, sin advertir jamás que en el bolsillo izquierdo de su chaqueta está el epitafio que acaba de escribir para su día final. La lápida, a secas, inscribe dos nombres y dos fechas. (Realmente, sus epitafios no sirvieron ni para el viento).
Es Viernes Santo. Entre las aguas azules del Adriático, la aldea recorta su cuadrícula de muros blancos y ventanucos negros. Los pastores han retirado el cencerro a las ovejas. La gente se saluda con una inclinación de cabeza, sin palabras. Todo ha enmudecido: sólo el sol está alto y alegre. También está alto y alegre Piero, porque lo han elegido para ser Jesús de Nazareth. Paolo, en cambio, maldice su suerte. Es el soldado que crucificará al Redentor. No lo entiende. No puede entender que justamente él haya sido elegido para ser insultado y maldecido por todos. El Domingo de Pascuas, Chiara rehúye su mirada en la iglesia. Y al día siguiente su madre lo echa para siempre de la casa: no puede sentar a un judío en su mesa. (Todo ocurre en el mes de abril de 1990. La aldea sobre el Adriático sigue detenida en el Medioevo...).
Recorro los papeles y se me paraliza el corazón. Hay una fotografía de Hitler. Es una fotografía lustrosa y con una firma ilegible al pie. ¿Cómo papá conservaría esta foto? ¿Por qué, Dios mío, justamente él? No sé medir las hipocresías, no puedo imaginar las pesadillas. Mido todo por la cordura, por el sentido común. Entonces, ¿por qué esta foto de Hitler escondida (tal vez adosada) entre los papeles de papá? Entra mi hijo Lucio y, aprovechando mi estupefacción, saca el documento de mis manos y se va a jugar a las figuritas.