Victoria Ocampo

Rogelio Alaniz

En mi casa se hablaba de ella con mucho respeto. Nadie debe sorprenderse. En aquellos años, en la casa de los maestros se hablaba de escritores y poetas como hoy se habla de partidos de fútbol y cumbia villera. La otra persona que me relacionó con ella fue Angelita Romera Vera, mi querida y brillante profesora de Sociología. Angelita había sido su amiga, o por lo menos su compañera de militancia feminista. Angelita ponderaba su inteligencia, su distinción, su lucidez. Una sola crítica se permitía hacerle: tenía los pies muy grandes. Algún defecto debía tener, decía Angelita con su sonrisa traviesa.

Victoria Ocampo estuvo unas cuantas veces en Santa Fe. En la mayoría de los casos sus visitas estuvieron relacionadas con su compromiso a favor de los derechos de la mujer. Fue en Santa Fe -por lo menos así lo aseguran los cronistas- cuando Victoria Ocampo declaró que las mujeres dignas no iban a aceptar el voto femenino otorgado por una dictadura fascista y oportunista que se acordaba de las mujeres para ganar adhesiones distraídas, pero que a la hora de luchar por esos derechos, sus sospechosos promotores estaban entretenidos en ocupaciones más alegres y livianas. Reflexión al margen: ¿Acaso hoy no ocurre lo mismo con los derechos humanos?

Gracias a las sugerencias de Angelita empecé a leer los “Testimonios” y después su “Autobiografía”. A partir de ese momento Victoria Ocampo nunca me dejó. Sin exagerar, diría que así como Simone de Beauvoir fue mi modelo feminista de los sesenta, Victoria Ocampo lo fue en versión criolla. Los que dicen que era una excelente promotora cultural pero que nunca se animó a escribir algo importante, deberían leer esos textos. Victoria Ocampo no escribía bien, escribía muy bien. Manejaba ese lenguaje coloquial, aparentemente descuidado, muy preciso, muy bien punteado y que para más de un crítico es una marca en el orillo del patriciado criollo.

En estos últimos años, cada vez que se presenta la oportunidad visitamos con mi mujer su casa de San Isidro. Es un momento de nostalgia y de felicidad. La “mansión Ocampo”, fue construida a fines del siglo XIX por su abuelo, el Tata Ocampo. De esa casa, ella y sus hermanas, guardan los mejores recuerdos de la infancia. Esa casa, a partir de 1942, fue su residencia definitiva hasta su muerte en febrero de 1977.

La mansión de los Ocampo. Cada vez que estoy allí contemplo las arboledas, el parque, los paseos, camino por las galerías e imagino que por esos sitios caminaron, conversaron e hicieron una cuantas cositas más Albert Camus, André Malraux, Drieu La Rochelle, Waldo Frank, Ortega y Gasset y, por supuesto, ella. En el primer piso está su biblioteca y su cuarto con amplios ventanales hacia el río y hacia la ciudad de Buenos Aires. En ese cuarto Victoria vivió sus horas más felices y más solitarias. También en ese cuarto murió.

Hoy la mansión de Victoria Ocampo está administrada por la Unesco, decisión que ella tomó en vida porque temía que después de su muerte los peronistas la transformaran en una unidad básica. Victoria sabía en qué país vivía. Cada vez que un amigo me pregunta qué se puede hacer en Buenos Aires que sea realmente interesante, le aconsejo que vaya a San Isidro y visite su casa.

Victoria Ocampo nació el 7 de abril de 1890. Su padre era un Ocampo, su madre una Aguirre. Linaje patricio, estancias y mansiones abundaban por los dos lados. En uno de sus textos, Victoria recordaba que su padre y su madre se conocieron en el velorio de Sarmiento. Decía que ella no conoció próceres porque esas personas honradas por el mármol y el bronce eran los amigos de su familia, sus vecinos, los que visitaban su casa o el casco de algunas de sus estancias.

Una oligarca. Por supuesto. Con mucha claridad lo dice Sebreli: Victoria Ocampo era una oligarca, pero no todas las oligarcas fueron como ella. En tiempos en que las mujeres tejían, bordaban, iban a misa con los ojos mirando al suelo, Victoria quería ser actriz, escribía obras de teatro, se bañaba en las playas de Mar del Plata, montaba a caballo, bailaba tangos, fumaba, manejaba autos y, por supuesto, se declaraba atea.

Arturo Jauretche la critica pero la respeta. Le reconoce valores, méritos y, por sobre todas las cosas, sentido del humor. Las cartas que se escribieron demuestran que cuando las personas son inteligentes, las diferencias ideológicas pueden llegar a transformarse en un tema menor.

En sus “Memorias”, Victoria asegura que aprendió a hablar en francés ante que en castellano. Esas confesiones le ponían los pelos de punta a los nacionalistas con C y con Z. “Francia nació para mí cuando fui consciente de mi propia existencia”, dice. No miente, pero hay que explicarlo un poco. Las señoritas de las clases altas no iban a la escuela. Victoria nunca lo hizo, porque las maestras y profesoras particulares visitaban sus hogares. Quedaba bien entonces hablar francés o inglés salpicado con algunas palabras criollas. El idioma para las clases altas era una marca de distinción, una exhibición snob si se quiere, porque se parecía más a un ornamento que a un lenguaje. La novedad de Victoria es que transformaría al francés y al inglés en instrumentos artísticos. Hablar otras lenguas le permitió traducir clásicos, leerlos en su fuente original, escribir. Ahí no había esnobismo o tilinguería, sino esfuerzo intelectual, pasión creadora.

Después llegaron su matrimonio y su divorcio. Y sus amores con el primo de su marido, Julián Martínez Estrada, el hombre más importante de su vida. El hombre que, al decir de Manucho Mujica Lainez -que algo sabía de estas cosas- era el más buen mozo de Buenos Aires.

En enero de 1931 salía el primer número de la revista Sur. En 1933 fundaba la editorial Sur. Hoy no existen dudas entre los críticos: Sur fue el emprendimiento más importante y de más largo aliento en la historia nacional. Sin el patrimonio de Victoria Ocampo, sin sus relaciones, sin su talento organizativo y sin su lucidez intelectual, esta tarea no habría sido posible. Durante casi cuarenta años la revista Sur estuvo a disposición del gran público. Los tontos -que nunca faltan- la acusaron de elitista, como si una revista que publicaba a Eliot y Martínez Estrada, Alfonso Reyes y Borges, Camus y Sartre, pudiera ser popular en el sentido populista de la palabra.

Victoria Ocampo fue, además, una mujer generosa y valiente. Generosa para promover escritores, abrirles las puertas, publicarles libros; valiente para resistir presiones y, particularmente, asumir con dignidad el oprobio de la cárcel en tiempos de la dictadura peronista.

Por supuesto que tenía defectos. Adolfo Bioy Casares, su cuñado, pero de alguna manera su yerno, decía que oscilaba entre la mezquindad y la generosidad apabullante. Claro que cuando se lo proponía podía ser soberbia e injusta. También colérica. Con sus luces y sus sombras expresó mejor que nadie el talento y el brillo -también los límites- de aquel patriciado liberal e ilustrado del Ochenta , del cual ella fue su último exponente.

Feminista, agnóstica, inteligente, nunca dejó de ser una Ocampo. Vestía con sencillez su traje sastre azul, pero hasta en esos detalles se observaba la distinción de una mujer que estaba a años luz del rastacuerismo de los parvenu. Sus amigos recuerdan que en su despacho había sillas de paja, mates con bombillas de plata y mesas de madera, muebles que se notaba a la legua que provenían de la estancia. Ese mobiliario rústico convivía con artesanías exquisitas colocadas como al descuido y pinturas de Utrillo o Cézanne. Luego un anillo o un collar lucido como con desgano terminaban de marcar la diferencia.

Con Jorge Luis Borges las relaciones nunca fueron simples. Previsible: ninguno de los dos eran personas simples. Borges se quejaba de su autoritarismo, de sus aires mandones. Tarde se enteró de que gracias a las invisibles gestiones de Victoria pudo ingresar a la Biblioteca Nacional en 1955. O atender sus ojos con uno de los especialistas más importantes de Buenos Aires. O publicar en una de las editoriales más prestigiadas de la época. También tarde se enteró que la amistad de él con Adolfo Bioy Casares nació de un encuentro tramado por ella, más allá de que luego los dos se encargaran de sacarle el cuero hasta cansarse.

Con todo, cuando murió, las palabras más sabias las escribió el propio Borges. Después de recordar su trayectoria intelectual y evocar algunas intimidades, concluyó diciendo: “En un país y en una época en que las mujeres eran genéricas, ella tuvo el valor de ser un individuo. Estoy agradecido personalmente por todo lo que hizo por mí, pero sobre todo, estoy agradecido como argentino por todo lo que hizo por la Argentina”.

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Genio y figura. Ya mayor, Victoria mantenía bajo control su gestualidad. Aquí aparece con sus famosos anteojos negros con marco blanco durante una visita a Santa Fe.

Foto: Danilo Birri/Archivo El Litoral

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