11 de septiembre, Día del Maestro
Docentes rurales: un viaje “a dedo” por el camino de la perseverancia
Enseñar en una escuela de campo implica una profunda vocación y un esfuerzo extra para realizar la labor educativa en medio de muchas condiciones adversas. Un rescate testimonial sobre lo que significa ser maestro rural.
Gladys Ramírez, Neli Walker, Susana Gamarra y Analía Vicente (nuestra entrevistada) hacen dedo a diario para trasladarse 52 u 80 km desde su domicilio hasta la escuela del paraje Km 302.
Foto: Gentileza Analía Vicente
Luciano Andreychuk - Mariela Goy
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Desde lejos se la ve al costado del camino. El cabello desordenado por el viento, un guardapolvos percudido, el portafolio al pie; espera. El frío matinal es tan intenso que la obliga a apretar los labios, secos y sucios por la polvareda que se arremolina en la banquina. Hace media hora -quizás más, porque allí el tiempo responde a otras dinámicas- que con el pulgar hacia arriba del brazo derecho extendido solicita un aventón. De pronto, alguien de buena fe detiene el auto, la “levanta” y la acerca hasta su lugar de trabajo, la escuela rural de un paraje que, en lo ancho del paisaje campestre, se abre campo adentro hacia una tapera insondable. Así llega la docente rural a su destino de tiza y libros.
Cualquier viajero que recorra una ruta de nuestra vasta provincia podrá encontrarse con esta postal, siempre presente, al costado del camino. Como la de María Fernanda Videla, una maestra de 39 años, que cada día recorre “a dedo” los 80 km que separan San Cristóbal de Monigotes, un pequeño paraje rural de 600 habitantes donde está ubicada su escuelita. “No hay combinación de colectivos y, si existiera, tampoco podría pagarlo”, dice la docente, al explicar por qué sale a la ruta a esperar que algún conductor solidario la lleve a destino.
El fantasma de casos policiales resonantes como el de la docente Daniela Spárvoli (violada y asesinada en mayo de 2003 cuando hacía a dedo al regresar de dictar clases desde Villa Eloísa a Carcarañá) o el más reciente de la directora Alejandra Cugno, esparce temor entre las maestras rurales.
“Trato de no pensar tanto sobre los peligros de la ruta porque no me queda otra que hacer dedo. Cuando pasa algo así nos deja mal a todas, porque encontrar la muerte haciendo un sacrificio enorme para llegar al trabajo es muy triste ”, asegura María Fernanda, que casi siempre “se sube” a camiones para ir a su escuelita.
El guardapolvo blanco se distingue desde lejos y con ese símbolo casi no hace falta elevar el pulgar para que alguien las suba. “Tenemos miedo de viajar a dedo, pero no nos queda otra porque no hay colectivo que nos lleve”, cuenta, por su parte, Analía Vicente, directora de la Escuela 6263, enclavada en el paraje Km 302, a 52 kilómetros de Vera, ciudad donde ella reside. La frecuencia del transporte público de pasajeros es de una vez al día, y en sentido inverso al que recorren los docentes para trabajar.
“Es desgastante hacer este sacrificio a diario. Pero, ¿acaso nuestros chicos no deben hacer lo mismo para llegar a la escuela a caballo o recorriendo 13 km en bicicleta o a pie, con frío o calor?”, se pregunta Analía, que toma los recaudos necesarios como viajar siempre con conocidos o ir acompañada de otras docentes.
Otra distancia
Lejos del acceso a computadoras portátiles y otras tantas comodidades urbanas, la docencia rural es una profesión que trasciende la función educativa de enseñar, pues demanda temple, constancia, resistencia a arduos sacrificios cotidianos; capacidad de adaptabilidad y trabajo en condiciones inapropiadas -y hasta hostiles-; conocimientos sobre actividades rurales, además de los contenidos curriculares; sentido del afecto y la comprensión hacia chicos que viven en ámbitos rurales, muchas veces con carencias materiales y faltos de vínculos interpersonales.
“Este llamado que me hacés es como una señal. Mirá, estoy organizando el acto del Día del Maestro, peleando por la titularización, después de tanto remarla...”, dijo al teléfono Carla Torres, docente rural de la Escuela Nº 952 Domingo F. Sarmiento, en paraje El Lucero, a 30 km de la pequeña y fantasmal Aguará, y a 90 km de San Cristóbal, la cabecera departamental de donde es oriunda.
Para Carla, el sacrificio no pasa por “hacer dedo” todos los días (aunque recordó: “En una época viajábamos de a 20 maestras, todas subidas en una misma camioneta”), sino por estar lejos de la familia. “En la escuela vivimos, acá trabajamos. Las docentes vamos rotando, yo resido durante la semana aquí y el viernes vuelvo a San Cristóbal, para estar con mi familia”. Carla tiene un marido y un hijo, a los que no ve durante cinco días.
Pero a esa distancia con sus afectos, que no se acorta con ninguna tecnología conocida (al paraje no llegan la Internet ni las redes sociales, esa falaz sensación de “estar conectado con todo el mundo, todo el tiempo” al que nos acostumbramos en la ciudad), ella la suple con la pasión por el oficio de enseñar: “Yo a esto lo llevo en el alma. La docencia rural es jugársela todo el tiempo. Esto es vocación, es amor por lo que uno hace, es ponerle el pecho al barro, al frío, al tierral que corre a veces en el medio de la ruta y que te pega en la cara. Es enfrentar el miedo de subirse a cualquier auto en la ruta para llegar al laburo, es bancarse estar lejos de la familia”.
Sudor y recompensa
La directora Analía coincide en el sacrificio de la tarea docente en ruralidad. “La escuela rural es más que esfuerzo porque tenemos que emplear más estrategias para recuperar a los chicos de campo. Acá, en el paraje Km 302 (Dpto. Vera) tenemos televisión satelital y electricidad -no estamos ajenos al mundo- pero el problema es otro: nuestros chicos tienen bajísima autoestima. Hay que contenerlos, educarlos para la vida e incentivarlos a estudiar porque la educación no forma parte de sus prioridades”.
“Si tienen que ayudar a su familia en el campo -continuó- faltan a clases y es algo natural para ellos. Se normaliza el analfabetismo, la repitencia”, dice la directora que pelea a diario contra esas naturalizaciones, en una zona de familias hacheras, jornaleras o que sobreviven con planes sociales.
Desde Monigotes, la maestra María Fernanda cuenta por teléfono que da clases a 12 alumnos de 1º grado. Asegura que si la ponen a elegir, volvería a optar por la escuela rural a pesar de la distancia y el peligro de la ruta. “Acá, me siento realizada como docente, porque mis chicos aprenden. Todavía somos una figura de autoridad: me llaman “usted señorita’. Pero lo más importante es que nuestros chicos construyen conocimientos y todos los días me voy con una satisfacción enorme de que ellos aprenden. Me siento realizada en lo profesional y en lo personal, y eso no se explica con palabras”, cerró.
“Nuestros chicos son increíbles, estudiosos y trabajadores; no tenemos casos de indisciplina en el aula”, dijeron las maestras.
Foto: Archivo
Anecdotario de viaje
“Hace unos años, por la zona de Villa Trinidad había un joven que se paseaba desnudo en una camioneta y paraba cuando veía a una docente haciendo dedo. Abría la puerta y decía: ‘Estoy desnudo ¿querés subir?’. Parece gracioso pero imaginate a una mujer sola en la siesta de estos campos”. (María Fernanda)
“Hace 3 años, quisieron abusar de una profesora de Matemática. Fue un hombre que pasaba en un auto por la Ruta 11 y la levantó. La docente forcejeó, logró zafarse y llamó por celular al marido para que la fuera a buscar. Siempre hay casos en los que los conductores se te insinúan, pero esto fue grave y la mujer no trabajó más en la zona rural”. (Analía)
“Hasta Rafaela, los camioneros levantan docentes, pero más al sur ya no. Es porque algunos utilizan el guardapolvos para que los camioneros paren, y después los asaltan”. (María Fernanda)