José Ingenieros
José Ingenieros
Rogelio Alaniz
Es el autor de un libro que se leyó mucho y que sería bueno que los jóvenes de hoy lo lean. Se titula “El hombre mediocre” y para varias generaciones fue el texto de cabecera, el libro al que se recurría cada vez que alguien quería reforzar los ideales y las virtudes cívicas. Puede que el tono en algunos párrafos sea algo admonitorio -muy al estilo de la época-, pero las ideas son tan brillantes, el entusiasmo es tan contagioso, que el lector se deja llevar por la corriente y disfruta de sus ironías, de sus sarcasmos, de sus oleadas de indignación.
El “Hombre mediocre” está muy bien escrito y el paso de los años puede que le haya hecho perder algo de actualidad a su lenguaje y a algunas de sus ideas, pero en lo fundamental sigue siendo un gran libro, muy superior en contenido y forma a los abundantes best sellers que circulan hoy en nombre de la autoayuda o de alguna engañifa parecida.
Cómo habrán sido de exigentes aquellos tiempos que para José Ingenieros el paradigma del hombre mediocre era Roque Sáenz Peña, el presidente de la Nación y el autor intelectual de la ley que lleva su nombre y que permitió democratizar y ampliar la participación política. “Hay épocas en que el equilibrio social se rompe a favor de la mediocridad. El ambiente se torna refractario a todo afán de perfección; los ideales y la dignidad se debilitan; los hombres acomodaticios tienen una primavera florida. Los gobernantes no crean ese estado de cosas, lo representan”, escribe. Si Sáenz Peña es el hombre mediocre, Sarmiento y Ameghino representan su contrario: la imaginación, la creatividad, los ideales. Para Ingenieros la mediocridad es la ausencia de características personales, esos rasgos de virtud que permiten distinguir al individuo de la sociedad: “La personalidad individual comienza en el punto preciso donde cada uno se diferencia de los demás”.
En realidad, Ingenieros no le perdonó a Sáenz Peña que no le hubiera otorgado la cátedra universitaria, un atributo que entones ejercía el presidente de la Nación para designar docentes en las casas de altos estudios. Según se dice, Sáenz Peña cedió a las presiones de los sectores clericales que no estaban dispuestos a aceptar que un ateo confeso como Ingenieros accediera a la titularidad de Medicina Legal. Otros aseguran que Sáenz Peña no le iba a regalar un espacio de poder académico a un abierto colaborador de Julio Roca. Por el motivo que fuera, lo cierto es que Ingenieros se quedó sin cátedra, lo que determinó que se fuera a Europa, donde vivirá tres años y escribirá algunos de sus libros más importantes.
Para esa fecha Ingenieros no era un desconocido ni en la política ni en el mundo académico. Había nacido en Palermo, Italia, el 24 de abril de 1877, pero en su primera infancia ya estaba viviendo en Buenos Aires luego de una breve temporada en Montevideo. Se formó en los años en que la llamada Generación del Ochenta consolidaba su proyecto político, cultural y económico. Algunos historiadores, amigos de las clasificaciones y las periodizaciones estrictas, consideran que él integro junto con Leopoldo Lugones, Manuel Gálvez, Ricardo Rojas, Manuel Ugarte y el propio Enrique Rodó, entre otros, la llamada “Generación del Novecientos”, un puñado de intelectuales que reflexionaba sobre los alcances y los límites del modelo ochentista, pero principalmente sobre los nuevos escenarios abiertos a partir del formidable desarrollo económicos y social de esos años.
Ni Ingenieros ni sus compañeros impugnaban el modelo primario exportador, ni los ideales de orden y progreso en clave positivista dominante en aquellos años. Por lo menos no lo hacían en esa primera década del siglo. En todo caso, de lo que se hacían cargo era de los nuevos problemas que se planteaban como consecuencia del crecimiento de la población y la complejidad de los problemas sociales y políticos. Gálvez y Rojas no pertenecían a la misma escuela intelectual de, por ejemplo, Ingenieros y Ugarte, pero en cualquier caso lo que los hacía contemporáneos a estos hombres tan diferentes, era el dilema planteado con relación al paradigma del orden en una sociedad donde la presencia de las masas parecía ser un hecho irreversible.
Atendiendo a esas exigencias, Ingenieros llegó a establecer un esquema político ideal integrado por dos grandes partidos, el conservador y el radical, uno representativo de los intereses agrarios y el otro de la burguesía industrial, ambos encargados de promover la modernización y el cambio. Al costado de esas formaciones políticas estarían los partidos de izquierda, socialistas y anarquistas, intentando representar con diversa suerte al mundo del trabajo. Los rigores de la realidad se encargarían de probar la inconsistencia histórica de ese esquema.
La soluciones que esa generación de intelectuales se esforzaba por elaborar no serán iguales, y tampoco lo serán las ideas que cada uno de ellos profesará a lo largo de esas primeras décadas del siglo. Si a Lugones se le imputa ser la expresión más manifiesta de los cambios de ideología, algo parecido puede decirse de Ingenieros. El joven que se inició políticamente en el socialismo y militó en una de sus corrientes internas más radicalizadas, en algún momento abandonará el partido y se dedicará de lleno a la actividad académica desde donde colaborará en diferentes iniciativas promovidas por el roquismo.
Si para 1898 Ingenieros veía en el socialismo una solución científica al parasitismo de la clase propietaria y su falta de ideales, unos años después modificará este punto de vista y su perspectiva del progreso estará mucho más matizada y en alguna medida será mucho más “conservadora”. El paradigma del orden en clave positivista adquiere mayor centralidad y apuntará el dardo de sus críticas a todo aquello que conspire contra esos objetivos, conspiraciones que para el joven profesional estaban relacionadas con la criminalidad, la locura y los límites culturales de las razas inferiores.
Sobre este último punto se imponen algunas consideraciones. Por razones ideológicas relacionadas con los paradigmas científicos de la época, al tema de la raza se le asignaba una importancia que treinta años después, con la experiencia de Hitler, se identificaría con el genocidio nazi, pero antes de que eso ocurriera, el debate sobre las razas superiores e inferiores estaba justificado en nombre de la ciencia. El discurso hegemónico en aquellos años era el científico y la formulación intelectual estaba a cargo del médico, al punto que los pensadores más destacados de aquellos años pertenecían mayoritariamente a esa profesión.
Las respuestas de Ingenieros a los dilemas de la historia y la política son diversas, pero lo que se mantiene permanente a lo largo de su trayectoria pública es el reconocimiento de las élites como sector social indispensable para formular el orden y orientar el progreso. En este punto -el del reconocimiento del rol de las élites- Ingenieros no difería de Lugones y de sus adversarios generacionales, los católicos. De todos modos, cuando regrese a la Argentina luego de su autoexilio de tres años, progresivamente se irá inclinando hacia posiciones más afines con la izquierda. Son los años en los que apoya el movimiento juvenil de la reforma universitaria y en un acto público adhiere a la revolución rusa. “ ...con ella, a pesar de sus errores, con ella aunque sus consecuencias hayan parecido por un momento favorables al imperialismo teutón...”.
El giro a la izquierda de Ingenieros nunca podrá confundirse con el comunismo en cualquiera de sus versiones. Por el contrario, a la hora de explicar los alcances de su apoyo a la revolución rusa, manifestará su rechazo a todo intento de importar esa experiencia. Asimismo, en esos años insistirá en cuestionar al Estado y a las diferentes versiones de socialismo estatista, influido tal vez por sus lecturas libertarias y su discreta simpatía con el anarquismo.
Sobre la orientación futura del pensamiento de Ingenieros, sobre las respuestas que le daría a sus contradicciones y dudas, no es mucho lo que se puede decir. Murió muy joven -tenía 48 años- y en esos momentos su notable inteligencia y madurez intelectual alentaban las más interesantes perspectivas. Como testimonio de sus desvelos quedaron los libros y algunos de sus discípulos, quienes por diferentes motivos no alcanzaron ni el brillo ni la estatura intelectual de su maestro.
El autor de “El hombre mediocre”.