Siempre se nos inculcó que la Libertad -así, con mayúscula- comenzó a gestarse en Mayo de 1810. Los hechos y sus protagonistas quedaron estereotipados, casi en forma escolar, en los debates del Cabildo Abierto; en la resolución y gallardía de los soldados Patricios; en los pintorescos French y Berutti y en los bronces victoriosos de aquella Primera Junta que fingía defender los derechos del rey Fernando. Pero el 25 de Mayo porteño es, en realidad, heredero de otro 25 de Mayo que estalló en las provincias “arribeñas” del Virreinato. En lo que hoy es Bolivia.
Nombres conocidos y olvidados
Chuquisaca (hoy Sucre) era a principios del siglo 19 una ciudad universitaria, repleta de jóvenes inflamados con las nuevas ideas liberales en boga. Un caldo de cultivo ideal que fermentaba despacio a la espera de cambiar la historia.
¿Pero qué pudo ocurrir para que una ciudad de doctores mutara de una vida dominada por los expedientes de la Audiencia y los claustros de la Universidad San Francisco Xavier? ¿Qué intrigas se destejieron para que, de un día para el otro, la ciudad se encaminara hacia la organización de milicias criollas?
Si en la Buenos Aires de 1810, todo comenzó a desencadenarse con la llegada de la noticia de la caída de la Junta de Sevilla, un año antes en Chuquisaca, el nudo se desató por otro aspecto -menos conocido- de la lucha por la sucesión española. Entonces, el hombre clave fue el brigadier José Manuel de Goyeneche, un militar español que fuera enviado por la Junta de Sevilla para sostener la posición del rey.
El hombre era -digamos- “flexible” en sus lealtades políticas, por lo que a su paso por Río de Janeiro aprovechó la volteada para “sondear” la posibilidad de que la corona portuguesa (ya residente en Brasil) se hiciera cargo de los dominios españoles. La idea era meter por la ventana a la princesa Carlota, una hermana de Fernando VII, con quien los portugueses especulaban como carta ganadora para el caso de que Napoleón se quedara para siempre con España. Eran tiempos de río revuelto y Goyeneche jugaba con naipes españoles por arriba de la mesa y portugueses por debajo.
La cuestión es que Goyeneche llegó al Virreinato y -camino a Perú- presentó los títulos lusitanos ante la Audiencia de Charcas. Los juristas produjeron un informe escrito en el que sostuvieron que las ambiciones de la princesa portuguesa eran literalmente “subversivas”. Y meses más tarde, el informe llegó a manos del virrey Cisneros, en la lejanísima Buenos Aires.
Cisneros, que era virrey de una monarquía extinguida, ordenó que la Audiencia destruyera todos los documentos relacionados con esa consulta. Y el gobernador intendente de Charcas, Ramón de León y Pizarro, obedeció y quemó todo. Sin embargo, fue suficiente para que se alborotaran los claustros universitarios y que el tumulto después se extendiera a toda la ciudad.
En el disparador del movimiento obraron, sin dudas, un sentimiento antiportugués, mezclado con un celo marcadamente antimonárquico y de repulsa a la figura de Goyeneche. De hecho, la consulta a la Audiencia era en sí mismo una prueba de deslealtad y la orden de destruirla movilizó a todos los claustros. Hasta allí la cosa era una protesta, pero cuando el amigo Pizarro ordenó el arresto de todos los miembros de la Audiencia, entonces la cosa ya no tuvo retorno. Una “interna” española se había transfigurado en una insurrección libertaria, ahora alentada por intelectuales y militares americanos.
Uno de quienes entendió el valor del momento que se abría fue el joven estudiante tucumano Bernardo de Monteagudo. Tenía 19 años y se dispuso a calentar los ánimos con una proclama que pasaría a la historia. “Desaparezca la penosa y funesta noche de la usurpación y amanezca luminoso y claro el día de la libertad. Quebrantad las terribles cadenas de la esclavitud y empezad a disfrutar de los deliciosos encantos de la independencia”.
Pura casualidad, ese día era también un 25 de Mayo, pero de 1809.
Profesores y alumnos en armas
Si Pizarro pensó que con librar órdenes de arresto todo iba a volver a su lugar, se equivocó de cabo a rabo. Salvo el doctor Jaime Zudáñez, todos los demás cabecillas lograron ocultarse aquel “otro” 25 de Mayo, y en los alrededores de la ciudad lograron reunir una apreciable cantidad de pobladores criollos e indios para definir la situación.
Hubo negociaciones entre Pizarro y los sublevados para que se liberara a Zudáñez, pero como la solución se demoraba, un teniente coronel salteño, Juan Álvarez de Arenales (Ver “El jefe del primer gobierno patrio”), se apersonó con una comisión para exigir que el gobierno replegara la artillería y la pusiera a recaudo en el edificio del Ayuntamiento. Pizarro dudó, pero sin recibir ayuda de Potosí, consideró que su suerte estaba echada y terminó cediendo a las exigencias de los patriotas.
Sin embargo, un hecho inesperado ocurrió mientras se ponía en práctica el acuerdo de desarme -mejor sería decir el “derrocamiento”- del gobierno local. Al tiempo que se retiraban los cañones, algunos oficiales españoles se negaron a entregar las armas y los soldados de Pizarro abrieron fuego sobre la multitud.
El hecho produjo varios muertos y entonces el furor popular se hizo inmanejable. En cuestión de minutos los insurrectos se apoderaron de algunas piezas de artillería y las emplazaron en las esquinas aledañas al palacio presidencial, en tanto que otros se hicieron con la pólvora y munición guardada por las autoridades. El fuego entablado entre ambas partes sólo cesó cuando Pizarro dimitió, presionado por los cañonazos y los ruegos de la Audiencia y el Cabildo. Como se ve, nada parecido a la “prolija” revolución del 25 de Mayo de 1810 porteño.
La renuncia se hizo efectiva ya entrada la noche y la Audiencia asumió el mando político y militar. He aquí al primer gobierno patrio, que fuera encabezado por Antonio Álvarez de Arenales. Por supuesto, lo primero que hizo el hombre fue organizar un ejército de milicianos (Ver “Soldados con oficio”) con sus respectivos cuerpos de infantería, caballería y artillería. Es que la cosa iba en serio y se esperaba -como finalmente ocurrió- que llegaran tropas reales provenientes tanto de Perú como de Buenos Aires.
Entre los líderes de la asonada figuraban nombres como Paredes, Lemoine, Fernández, Mercado Alzérraca, Pulido, los hermanos Zudáñez, entre otros togados y estudiantes. Son todos apellidos prolijamente olvidados por nuestra historia, aún cuando un puñado de ellos, como Monteagudo y Mariano Moreno, tuviera luego relevancia en la consolidación de la Revolución bonaerense del año siguiente. O como Arenales, quien luego de fugarse de su presidio en el Perú, regresaría a Buenos Aires para convertirse en mano derecha de San Martín.
También los indios
Es cierto, como ocurriría en Buenos Aires al año siguiente, todo se inició con una rebelión de “notables” que supieron aprovechar una oportunidad. Pero la revuelta iniciada por profesores y alumnos comenzaba a tener la estatura de una revolución. Portadores del mensaje político de Chuquisaca fueron enviados hacia los cuatros rumbos del Virreinato. Monteagudo se fue a calentar los ánimos a Potosí; Mariano Michel fue a sembrar en La Paz; Alzérraca y Pulido fueron enviados a Cochabamba. ¿Y a quién mandaron a Buenos Aires? Hasta allí llegó Mariano Moreno, quien se convertiría al año siguiente en uno de los jefes políticos de la Primera Junta, aunque quizás fuera más apropiado llamarla “Segunda” Junta, o “Tercera”, según veremos.
En 40 días más, la Revolución se extendió a La Paz. Allí, los principales conjurados fueron Pedro Murillo, Melchor Giménez, Mariano Graneros y Juan Pedro de Indaburu. Más olvidados de la Libertad argentina.
El 16 de julio, un batallón de milicias al mando de Indaburu -era su segundo jefe- copó el cuartel de veteranos mientras la población se volcaba a una procesión. El gobernador español Dávila fue arrestado por los revolucionarios y un Cabildo abierto reunido esa misma noche depuso al gobernador, al obispo, a los alcaldes ordinarios, a los subdelegados y a todos los empleados públicos nombrados por el rey español. ¡¿Qué tul?!
La Proclama de La Paz fue la primera decididamente independentista en la América española (Ver “Independientes, sin más vueltas’’) y Murillo asumió como presidente de una Junta Tuitiva, nombrada por el propio Cabildo. Los alzamientos de Chuquisaca y La Paz prosiguieron sin encontrar oposición, hasta que el virrey Cisneros designó al gobernador de Potosí, Francisco de Paula Sanz, para reponer en Charcas al depuesto presidente Pizarro.
El hombre no dudó. Desconoció a la Audiencia y a la Junta Tuitiva y, además, se sacó de encima a todos los oficiales americanos para reemplazarlos por peninsulares. También pidió auxilios al virrey del Perú, quien accedió aún antes de que lo autorizara Buenos Aires. ¿Quién encabezaría la represión desde el Perú? El hombre que siempre había tenido varios naipes bajo la mesa. Sí, el brigadier Goyeneche, que ya no jugaba con cartas portuguesas, sino con españolas.
La Paz en guerra
Arenales, en tanto, continuó en Chuquisaca con sus preparativos de defensa, y logró atraer a uno de los más destacados caudillos altoperuanos, Manuel Asencio Padilla (el esposo de Juana Azurduy), con los indios que pudo reunir en las regiones de Tomina y Chayanta.
Los indios partidarios de la revolución tuvieron un éxito inicial al capturar y degollar al cacique Chairiri, sostén de la causa española. Sin embargo, desde la Buenos Aires realista también se enviaron refuerzos y, tras siete meses de gobierno autónomo, la rebelión universitaria fue vencida.
En la Nochebuena de 1809, todas las milicias criollas e indias fueron disueltas y Arenales fue confinado a los calabozos del Callao. Sin saberlo, se convirtió en el primer prisionero de la Guerra de la Independencia.
Si la represión de Chuquisaca fue relativamente poco cruenta, de seguro fue a causa de que sus dirigentes habían sido distinguidos doctores de la elite criolla. Pero en la Ciudad de La Paz la historia fue otra. Allá la revolución fue esencialmente india y los españoles tenían por norma ajusticiar a los naturales que se alzaban en contra de sus autoridades en América.
Mal armados y con diferencias políticas intestinas, los americanos se enfrentaron a Goyeneche en las batallas de Irupana y Chicaloma. Y todo resultó en un desastre. El 29 de enero de 1810, Goyeneche colgó en la plaza pública a Pedro Murillo, Juan Figueroa, Basilio Catacora, Apolinar Jaén, Buenaventura Bueno, Juan Bautista Sagarnaga, Melchor Jiménez, Mariano Graneros y Gregorio García Lanza; este último hermano de Victorio García Lanza, que fuera ajusticiado junto a Castro luego del combate de Chicaloma. Otros jefes indios fueron degollados y sus cabezas quedaron clavadas en picas. Un verdadero escarmiento para quienes osaron reiterar el desafío de Tupac Amaru.
Los ejemplos de Chuquisaca y La Paz son prolijamente evitados por la Historia Argentina. ¿Acaso será porque Buenos Aires necesitó crear un relato propio para erigirse en ciudad fundacional de nuestra nacionalidad? ¿Acaso será que molestó el protagonismo indio en la Revolución independentista?
Quién sabe. Pero una cosa es segura: la escena de los paraguas en la Plaza Mayor de Buenos Aires no tiene sentido sin el precio que debieron pagar aquellos hombres del Alto Perú. Fueron ellos quienes encendieron la llama.
Antes de morir, Murillo pronunció la que habría de convertirse en una verdadera profecía: “Compatriotas, yo muero, pero la tea que dejo encendida ya nadie la podrá apagar”.
Y tuvo razón.
Las primeras milicias de Chuquisaca tuvieron una especial conformación. A diferencia de las del Río de la Plata, formada a partir de castas y etnias, los nueve primeros cuerpos armados de los patriotas en el Alto Perú fueron organizados por Arenales, según sus oficios civiles.
1º de Infantería, por Joaquín Lemoine.
2º de Académicos, por Dr. Manuel Zudáñez
3º de Plateros, por D. Juan Manuel Lemoyne
4º de Tejedores, por Cap. Pedro Carbajal
5º de Sastres, por D. Toribio Salinas
6º de Sombrereros, por D. Manuel de Ambas Aguas
7º de Zapateros, por D. Miguel Monteagudo
8º de Pintores, por D. Diego Ruiz
9º de Gremios Varios, por D. Manuel Corcuera.