La deserción universitaria

Dr. Alberto Cassano

“En la mayoría de los casos, la palabra imposible es sinónimo de falta de voluntad”.

Con singular preocupación el rector de la Universidad Nacional del Litoral definió como acuciante el problema de la deserción universitaria (El Litoral 02/06) y eso a pesar de que es una institución que desde hace años realiza aportes para disminuirla. De la duración de los estudios me ocuparé más adelante.

El asunto es muy complejo pero procuraré abordar algunos aspectos, no porque aquellos que los estudian o los padecen no los conozcan, sino porque merecen ser visitados de nuevo, aunque sea dentro del estrecho espacio de esta columna.

El primero y fundamental es que la igualdad de oportunidades no existe en la Argentina. Veamos sus diferentes aspectos en esta área.

Desde el momento de la gestación, parte del futuro educacional de ese bebé queda perfilado. La forma en que se alimenta su madre y la evolución de su vida hasta llegar a la edad escolar marcarán -salvo excepciones- los límites de su desarrollo neuronal y puede, en el largo plazo, influenciar seriamente su actividad intelectual en la Universidad, si es que en su caso logra sortear los obstáculos para llegar a ella.

Suponiendo que el aspecto anterior no haya sido muy serio o no haya existido, viene la segunda etapa que es la escuela primaria. Acá, en el desempeño de alumno, influyen al menos cuatro factores: la alimentación, el entorno de ayuda familiar, la preocupación de sus progenitores por garantizar su asistencia regular y el colegio al que puede asistir. Las carencias en cualquiera de estos elementos nuevamente signará su futuro intelectual.

Haciendo una tercera hipótesis, se puede suponer que el alumno logra ingresar a un colegio secundario para cumplir con la ley vigente. A los cuatro factores anteriores que siguen existiendo o, afortunadamente no han tenido importancia, se suman ahora algunos más. Enumeraré sólo los principales.

Aun en aquellos colegios sobrevaluadamente reconocidos como buenos -con contadas rarezas-, la organización del sistema educativo del ciclo secundario es errónea. Las escuelas, sin excepción, deberían ser de doble escolaridad, con docentes bien capacitados, cosa que tampoco constituye la normalidad. La existencia de gabinetes de física, química, biología, etc., bien dotados, brillan por su ausencia. Los profesores, en su gran mayoría, están obligados a correr de un instituto a otro para dar sus clases, en lugar de cumplir un horario de ocho horas diarias -como cualquier trabajador- en un único establecimiento, con tiempos para desarrollar todas sus tareas, incluyendo la capacitación permanente y, como es obvio, obteniendo la correspondiente remuneración.

Aquellas familias que pueden, le dan a sus hijos apoyatura externa, contribuyendo a la proliferación del negocio de los institutos de enseñanza “con sus colecciones de exámenes anteriores” acumulados a través de los años, clasificadas por docente (de la responsabilidad de los padres me ocupé, aunque fuera muy brevemente, en mi contribución anterior). Así, una gran mayoría termina su segundo ciclo de su supuesta obligación de Estado.

Cambiar todo esto, si es que existe la voluntad para hacerlo, llevará tiempo. Por ese motivo, el Ministerio de Educación debería proveer hoy los medios para que las universidades públicas puedan redoblar sus esfuerzos para atenuar: 1) el salto de modalidad en las formas de estudio; 2) la ausencia de programas para lograr una auténtica definición vocacional; 3) cuando existan, las dificultades del desarraigo; 4) la ignorancia de las responsabilidades que conllevan las libertades que pueden gozar sus estudiantes, y 5) por sobre todas las cosas, las diferencias socioeconómicas. ¿Por qué estas casas de estudio? Porque pueden proveer, transitoriamente, la solución más rápida.

Con la debida asistencia, la universidad puede ampliar su actual y voluntaria generosidad para salvar este conflicto y dar los cursos de apoyo con mayor intensidad, desarrollándolos durante todo el año, con superiores exigencias y muy buenos docentes. En esta etapa, se pueden paliar -difícilmente remediar de modo pleno- la mayor parte de los escollos anteriores. Y esto es válido, lamentablemente, de manera particular para los que no habitan muy lejos de la ciudad. El segundo aspecto a considerar, son los cursos del primer año. Sin duda deberían ser dictados siempre por los mejores docentes de cada Facultad. Son los que pueden entusiasmar, hacer fáciles las cosas difíciles, reafirmar o reorientar vocaciones y aportar consejos y experiencias a jóvenes que las necesitan como nunca al empezar.

La solución no termina aquí, pero formará parte del tema cuando aborde la inusual prolongación de la duración de las carreras.