“Hay que vender la casa”
Los males argentinos en escena
“Hay que vender la casa”
Los males argentinos en escena
Roberto Schneider
Un sainete moderno que se desarrolla en una casa de familia tipo con una abuela, un matrimonio, hijos y hermana del señor de la casa. Así puede sintetizarse “Hay que vender la casa”, la obra de Rosario Zubeldía que estrenó el grupo La Puerta en El Taller. En otros tiempos, la Argentina -se recuerda- alardeaba de ser un crisol de razas a raíz de las sucesivas oleadas de inmigrantes que convirtieron los viejos conventillos en verdaderas Torres de Babel donde los diferentes idiomas y dialectos, sobre todo italianos, terminaron formando una jerga conocida como “cocoliche”. Esa realidad fue captada por los dramaturgos y reflejada en sainetes y grotescos que marcaron el rumbo de la escena nacional en los albores del teatro argentino. En la actualidad, la situación cambió pero no demasiado: la Argentina sigue siendo un crisol aunque variaron las razas y nacionalidades que arriban a estas playas, y las intenciones de integración no son las mismas de los españoles e italianos en las primeras décadas del siglo pasado.
En esta ocasión, es la autora Rosario Zubeldía quien aprehendió parte de la primera realidad y la refleja con un agregado interesante, que es la descripción concisa de aquella familia argentina y una situación límite. En el personaje de la abuela se sintetizan los deseos de aquellos inmigrantes que vinieron a forjar los destinos del país. Este espectáculo dirigido por Jorge Vigetti logra su objetivo de divertir al público común a partir de una propuesta honesta en sus intenciones. La acción transcurre hoy en una casa de barrio, un domingo por la mañana cerca del mediodía -la abuela se desespera porque se ha quedado sin cebollas para hacer la salsa dominguera- y en el seno de una familia en bancarrota que todavía lucha por guardar las apariencias, mientras sus miembros se debaten entre varios problemas -la necesidad del dinero, el sexo, el amor y sus variantes- y, en algunos casos, el fracaso de sus proyectos.
La intención de la cuñada que llega con el proyecto de vender la casa para construir un edificio regio, de muchos pisos, con pileta y sauna incluidos, tiene efectos demoledores entre los integrantes de esta familia, cuyos defectos son los mismos que arrastra la Argentina desde tiempos inmemoriales, entre ellos la incapacidad para asumir dialécticamente los errores del pasado. En medio de esta fauna subyace un pequeño misterio que tiene por protagonista a esa cuñada mala y que aquí no develaremos.
La acción transcurre en el pequeño escenario de El Taller, con una acertada escenografía y vestuario de Soledad González. Con este trabajo, la autora y la puesta en escena de Vigetti se ríen de esos males argentinos con el necesario desenfado. El logro más fuerte de este trabajo reside en el elenco que da vida a esta especie de delirio. Así, Hernán Rosa es el atribulado padre de una familia con problemas -como todas, a la hora de decir la verdad- y Celina Vigetti la perfecta Elvira, esa madre que no duda en sacar sus mejores armas para defender como una gallina a los suyos. Carolina Tarre está bien como Chela, la hija que tiene un claro discurso político; Nelda González aprovecha su rol como Nancy, la cuñada con aviesas intenciones y un pasado no demasiado conveniente y Juan Müller asume con convicción y entrega a Mario, esencialmente en la escena del diálogo con el padre, cuando la homosexualidad se instala casi con naturalidad en el seno familiar.
Párrafo aparte para Vilma Cattáneo. Es fantástico ver cómo esta actriz de larga y aquilatada trayectoria en la escena santafesina retorna a un escenario para componer a Doña Lola. Sus recursos son notables: nunca pierde su personaje y a él se entrega de la mejor manera, poniéndole el cuerpo y el espíritu a esa abuela que dialoga con el recuerdo de su Dante amado mientras hace la salsa dominguera y teje -como casi todas las abuelas- un tejido interminable. La totalidad, nada pretenciosa y con un ritmo algo acelerado, permite a los espectadores la sonrisa en el rostro. No es poco en los tiempos que corren. Resulta de dudoso gusto el tema musical final de Gaby, Fofó y Miliki: no agrega nada, aunque tampoco empaña el resultado.
La puesta en escena fija los comportamientos de una familia tipo y permite reírse de una historia cercana. El elenco es lo mejor de la propuesta. Foto: Archivo El Litoral