Rogelio Alaniz
El “Libro negro del comunismo” es el resultado de una investigación histórica coordinada por Stéphane Courtois y que cuenta con la colaboración de un grupo de distinguidos historiadores europeos. Como el título lo indica, el libro propone una minuciosa investigación de los crímenes cometidos por el comunismo en el siglo veinte. La lista que dan a conocer los autores asciende a cien millones de muertos: veinte millones en la URSS y sesenta millones en China; el resto se distribuye entre los diferentes países de Europa del Este, el sudeste asiático, Africa y América Latina.
El libro fue publicado en 1997 y despertó grandes adhesiones y calurosos rechazos. Era lo previsible. Muchos anticomunistas se regocijaron con las cifras y los argumentos que daban cuenta de la impiedad de regímenes que en nombre del “paraíso en la tierra” y “el hombre nuevo” hundió a sus pueblos en el dolor, la humillación, la pobreza y la muerte. Lo que el libro se propone demostrar es que el fascismo y el comunismo fueron los regímenes políticos responsables de las masacres más importantes del siglo veinte.
El Reich del milenio de los nazis y el paraíso de los comunistas ingresaban a la historia chorreando sangre, la sangre de las razas inferiores o de las clases condenadas. Unos y otros instalan la “novedad” de asesinar no por una causa sino “por ser”: por ser judío, ser burgués, ser cosaco o gitano. Fundan el concepto del genocidio y se valen de todos los adelantos tecnológicos disponibles para llevarlo a cabo.
Las diferencias entre nazis y comunistas son analizadas, pero también son evaluadas las coincidencias, como así también las singulares alianzas entre ellos, donde no faltaron alabanzas y favores mutuos, además de complicidades y secretas admiraciones. A la constatación de las similitudes entre un régimen y otro le sucede el asombro. Hitler no recibió la misma condena que Stalin. Los nazis en el poder pueden haber sido responsables de alrededor de 25 millones de muertes. Allí se incluye el Holocausto, el racismo y todas las versiones paranoicas nacidas de los delirios del poder.
Derrotados en la guerra, los nazis fueron juzgados y condenados. Lo que llama la atención es que el mismo juicio condenatorio no se haya hecho extensivo a quienes fueron responsables de cien millones de muertos. La “astucia de la historia” de colocar al comunismo entre los vencedores de la Segunda Guerra Mundial hizo posible esta diferenciación. La URSS quedó del lado de los vencedores. Todos los fallos de las Naciones Unidas contra el genocidio recayeron sobre los nazis, porque hubiera sido políticamente “imprudente” hacer extensiva esas culpas a Stalin.
Así y todo, no deja de llamar la atención que la URSS no miró con simpatía la figura del genocidio cuando fue planteada en la ONU. El infalible instinto de Stalin le advirtió que esa figura mañana podría ser usada en su contra. Sesenta años después, y ante el fracaso evidente del comunismo, la investigación histórica es posible. La hipótesis de que el comunismo fue un régimen de muerte tanto o más feroz que el de los nazis, está probada con los números y la evaluación teórica. Los campos de trabajos forzados, las deportaciones, las hambrunas colectivas y las ejecuciones sumarias, fueron la constante del sistema durante largos períodos. El crimen no fue el resultado no querido, todo lo contrario. Stalin fue su principal responsable, pero no estuvo solo. Lenin, Trotski, Zinoviev, Bujarin, Kamenev, toda la vieja guardia bolchevique participó de la orgía de muerte que en muchos casos terminó por devorarlos a ellos mismos.
A diferencia de los nazis, la vida de los comunistas bajo el régimen de Stalin corría peligro. Hitler ajustaba cuentas con sus camaradas cuando era indispensable (“Noche de los cuchillos largos”), pero las persecuciones paranoicas de Stalin, la incertidumbre del terror en sus propias filas, no fueron conocidas por los nazis. Trotski es el caso más representativo y trágico. “Quien quiere el fin no puede repudiar los medios”, había dicho cuando ordenó ametrallar a los obreros anarquistas del soviet del Cronstadt. Stalin muy bien podría haber puesto estas palabras en el epitafio de Trotski.
Se dice que Trotski condenó los crímenes de Stalin. Por supuesto que lo hizo. A nadie le gusta que lo persigan, ejecuten a sus hijos y en algún momento lo maten. Sospecho que a Calígula, Atila y Nerón tampoco les hubiera gustado padecer el fin que ellos les propinaban a sus víctimas. Trotski se acordó de los derechos humanos cuando la máquina de matar que él contribuyó a poner en marcha y a justificar, se puso en su contra. La diferencia más importante con Stalin fue su inteligencia y su cultura. Ninguno de estos atributos le alcanzó para eludir su trágico destino.
A diferencia de los nazis, los comunistas duraron más en el poder y contaron con adhesiones más amplias. Los célebres y patéticos “idiotas útiles” acompañaron al comunismo, no a los nazis. No obstante, durante el breve reinado del Tercer Reich en el poder hubo importantes intelectuales que reivindicaron a Hitler y justificaron sus atrocidades.
En el caso del comunismo, el proceso fue algo más complejo, aunque mucho más efectivo. Millones de personas en el mundo creyeron que el marxismo encarnaba la verdad en la historia. Esta fe secular, que en lugar de acudir a Dios acudía a la ciencia, era la que otorgaba una certeza absoluta. El problema es que la revolución como objetivo y la lucha de clases como motor de la historia exigía una alta cuota de sangre. Los comunistas la pagaron con entusiasmo.
Es extraño. Un comunista dice estar inspirado en los más altos ideales. No se afilió al Partido para matar, sino todo lo contrario, pero está convencido que para liberar a la humanidad de la explotación es necesario el exterminio de los defensores del antiguo régimen. La virtud aliada al terror, tal como lo planteara Robespierre, es recreado por los comunistas con bastante más terror y bastante menos virtudes. Se mata a los enemigos del pueblo, se mata a los defensores de la explotación, en todos los casos se mata. Es lo que se hizo y es en lo que creen. No serían comunistas si no actuaran así. Puede que a veces deban disimular sus consignas. Un revolucionario debe estar preparado para todo, incluso para disfrazarse de demócrata, pero no se puede ser revolucionario si no se tiene en claro que al régimen existente hay que demolerlo, tarea que incluye la muerte de cientos de miles de personas. Nunca hay que hacerse problemas por esas minucias; la causa del proletariado, que es la causa de la historia, lo justifica todo. Además, siempre habrá intelectuales dispuestos a convalidar el crimen con las excusas conocidas: que son costos inevitables que se debe pagar para acceder a una sociedad más justa; que hay que callar para no hacerle el juego a la derecha, y muchos de ellos después callarán para siempre porque en algún momento el verdugo también golpeará las puertas de sus casas.
El comunismo constituye la operación más gigantesca e infame de ingeniería social en el siglo veinte. Pol Pot -su manifestación más perversa- no fue una extravagancia, como tampoco lo es el mamarracho que gobierna Corea del Norte o el señor Ceaucescu, que decidiera sobre la vida y la muerte en Rumania, o el propio Stalin. Lo único que se puede decir a favor de ellos es que siempre creyeron en lo que hacían. Los comunistas mataban y deportaban convencidos de que estaban haciendo lo mejor. Los nazis también. Mientras los nazis recurrieron a los campos de concentración y exterminio, los comunistas se valieron de la manipulación del hambre. Ironías del destino. El régimen que se presentó en la historia invocando la justicia para los desposeídos, instaló el hambre en el siglo veinte, no como una carencia sino como un dispositivo deliberado de muerte.
Las guerras mundiales, el desarrollo de las tecnologías militares, los avances científicos volcados a la manipulación de la sociedad y del hombre (los nazis tuvieron a Mengele, los comunistas fundaron el Instituto de Medicina Experimental, mucho más eficaz que los ensayos artesanales de Mengele), constituyeron la base cultural y material de los ensayos totalitarios del siglo veinte. Sin ese contexto, ni el comunismo ni el nazismo hubiesen sido posibles.
Atribuirle al capitalismo el nazismo es tan injusto como atribuirle al socialismo el comunismo. Ambos experimentos han sido desviaciones, tumores, caricaturas monstruosas de ideales originarios. Resulta interesante leer las opiniones de los grandes dirigentes socialistas de aquellos años (Kautsky, Plejanov, Martov, Bernstein) para verificar que el comunismo nunca tuvo nada que ver con el socialismo democrático y, con frecuencia, fue su opuesto, su contracara.