Thomas Pynchon: la verdad sospechosa

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Foto de la National Nuclear Security Administration Science Faction.

Acaba de lanzarse en castellano “Against The Day” de Thomas Pynchon, bajo el piadoso título de “Contraluz”, tras cuatro años en sala de espera. Este lanzamiento repone en escena a uno de los más grandes enigmas literarios de la actualidad. Enigma al que, al menos en lo literario, nos iremos aproximando en sucesivas notas, recorriendo sus libros según la cronología de sus lanzamientos. “V” (1963), “La Subasta del Lote 49” (1966), “El Arco Iris de Gravedad” (1973), “Vineland” (1990), “Mason y Dixon” (1997), “Contraluz” (2006) e “Inherent Vice” (2009).

 

Humberto Bas.

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La dificultad de digerir las novelas de Pynchon no es exclusiva de editoriales, críticos y reseñistas (como este servidor), sino también del vasto (y basto) público lector. Para Harold Bloon, su primera lectura de “La subasta...” resultó exasperante; en la segunda lo atrapó y desde entonces no lo ha soltado. Bloon insta a empezar leyéndolo dos veces seguidas. De “El Arco Iris...” se ha dicho que es el libro más abandonado de la literatura, como si su fulgurancia cíclica exigiera un extinguido esfuerzo de lectura para entrar en su órbita.

Todo Pynchon es vasto y desbordante y, por ende, insintetizable. Su lectura es un desafío que pone a prueba presupuestos previos de lo que es la literatura como práctica social. Así como Rabelais creó lo pantagruélico, Pynchon creó lo pynchoniano como épica del exceso.

“El Arco Iris...”, con sus 1.148 páginas, es elefantiásica, y “Contraluz”, con sus 1.346, es mastodóntica. Excesos no sólo cuantitativos, sino sustanciales y constitutivos de novelas intensas. Tramas que estallan en ramificaciones que a veces se reencuentran con un cauce previo y que otras veces se rozan, se funden o se hacen a una deriva sin retroceso. Un desafío a cierto sentido del orden interno que opera en aquel lector que necesita contener los hilos de un libro y que no puede progresar sin el ovillo entre las manos.

La complejidad de Pynchon es desafiante. Abandono y concentración. Y la razón es que cabalga a dos aguas entre la tradición modernista y la posmoderna. De la primera tiene esa pulsión de totalidad, esa hambre de mundo de querer contarlo todo; de la segunda, la banalización de los tópicos sacros y un humor infinito; lo científico y lo histórico entran en un pie de igualdad con lo mágico y paranormal gracias a la desmesura de su concepción estética. Esta banalización, sin embargo, no es un tocar de oídos; hay en Pynchon una exigencia respecto del conocimiento, exigencia que le permite dialogar con la historia en general, en particular la de la ciencia, decantándola en sentido lúdico y ultraterrena.

Con la V de P

Con “V” (1963) se inaugura la era pynchoniana. El tema fundamental, como en todo Pynchon, es la entropía y la paranoia. Aquí la entropía tiene un rasgo no termodinámico, sino social; la descomposición de un estado de cosas, la desintegración del mundo social y la del cuerpo humano. Sin el dedo admonitorio de los apocalípticos, y con el sarcasmo y la ironía del loco que testimonia su época a base de carcajada.

Herbert Stencil hereda unos papeles de su padre, Sydney Stencil, un diplomático-espía inglés decimonónico, artífice de las intrigas previas a la Primera Guerra Mundial. Stencil Jr. encuentra en uno de esos papeles una nota que dice: “Hay más detrás y dentro de V de lo que ninguno de nosotros jamás ha imaginado. No se trata de quién, sino de qué es”. Ése es el legado fundamental que Stencil padre deja a su hijo. El toque de muerte del padre es el soplo de vida del hijo, y el hijo termina viviendo un proyecto heredado, que es la suerte del siglo. Aquí Stencil padre es el orden y el proyecto del mundo que deriva en la guerra. Stencil hijo es sin horizonte y sin proyecto que hereda esa sinrazón. Stencil hijo no hará sino vivir la búsqueda de “V” con una obsesión constituyente, pues antes no era sino un ente volátil que parasitaba en la existencia. Y la búsqueda va desmadejando historias y circunstancias en la que aparenta encontrar a V, bajo el nombre de Verónica, la rata-amante-monja del padre Fairing, Victoria Wren, una joven Mata Hari que aparece en Egipto en plena crisis de Fashoda, y que transmuta en Verónica Manganeso, una articulación mecánica andante (Ciborg) que a su vez transmuta en el Mal Cura que asola en La Valletta, Malta, en plena Primera Guerra Mundial; o V aparece bajo la forma de Vheissu, montaña inefable donde ocurre lo innombrable.

Stencil hijo conocerá a Benny Profane, personaje cuasi-centralizador de la novela. Benny Profane o Bendito Profano, obsérvese el ludismo, un schleminhl, un tanatoide o ente receptáculo de compasiones, que consigue trabajo como cazador de caimanes en los desagües cloacales de Nueva York. Una desopilante como osada ocurrencia que tiene un fundamento. Las tiendas Maci’s habían puesto de moda los caimanes como mascotas. Caimancitos encantadores que doblegarían las resistencias de los padres. Dale papi, dale. Pero pasado el tiempo, ¿dónde poner un caimán de metro y medio? Abandonados, los caimanes se encuentran en la dicotomía de ser carteras o meterse en las alcantarillas. Cualquier semejanza con la huida de los cristianos romanos a las catacumbas es deliberada coincidencia. La proliferación de caimanes obliga al gobierno a organizar la Alligator Patrol. Y ahí la escena paradigmática en la que Benny Profane va siguiendo a un caimán pinto, parodia la persecución de Saulo de Tarso a los Nazoreos. El caimán pinto, más que escapar, parece tentarlo a que lo siga. Un juego sensual y fatal. El caimán le ofrece su jaspeado lomo al pasar en las bocas de la alcantarilla, hasta que llegan a una gran recámara. Benny Profane apunta y el relato se detiene en la historia del padre Fairing. Esa recámara era su parroquia. Y aquí, el regreso de los caimanes a las cloacas cierra su elipsis con el cura jesuita, que durante la Gran Depresión había entrevisto que el mundo iba a ser de las ratas y que lo mejor para la Iglesia era empezar a evangelizarlas, y acomete su cruzada con todos los dilemas que ello implicaba. Ratas apóstatas, conversas, contestatarias, revolucionarias y la más, Verónica, esa rata María Magdalena que con su sensualidad atormentaba al cura. En su diario consignaba el padre Fairing: “V vino a mí esta noche llena de turbación. Hablamos de Satanás y de sus ardides durante varias horas”, o esa otra parrafada, donde da cuenta de Ignatius, una rata avanzada que empezó a discutirle sobre la naturaleza de la indulgencia. El debate derivó en una pelea en la que la rata Teresa perdió un ojo, y para ahorrarle sufrimiento el padre Fairing la sacrificó para su cena. En esta parábola, en la que el disparo final de Profane termina con el caimán pinto, se plantea una redención inversa, el cura muere de una infección, producto de comer ratas, es decir se ratifica, y Profane sigue igual, como Schleminhl que es... un punto intermedio entre la cosa y el ser-humano.

Y así, todo siempre empieza por descomposición de todo.