¡Hombre al agua!

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Por Enrique Butti

“El caballero que cayó al mar”, de H.C. Lewis. Traducción de Laura Wittner. La Bestia Equilátera. Buenos Aires, 2010.

Un naufragio, un accidente, un descuido y uno se encuentra solo, perdido, abandonado en medio del océano. El agua está calma y sin peligro de peces voraces. ¿Hasta cuándo se aguantará? ¿Hay que aguantar? ¿Cómo llegará el inevitable fin? ¿Inevitable, o hay que persistir en la esperanza?

En mi propia experiencia y por rápida compulsa a mi alrededor he comprobado que esta fantasía (pesadilla, obsesión, ahogo) es común y quizás es dable suponerla universal. Podría constituir una de esas imágenes recurrentes del inconsciente colectivo que aparecen para recordarnos ya no el nirvana oceánico del seno materno sino más bien la soledad con que deberemos enfrentar la ilimitada e interminable muerte.

Algo de este sustrato en la psiquis quizás pueda explicar la inquietante atracción que ejercen las historias de náufragos solitarios. Ninguna más despojada y estremecedora, sin embargo, que El caballero que cayó al mar, una joya que 73 años después de su publicación original se traduce por primera vez al castellano.

La ironía debe haber estado en la base de esta novela corta. Un muy compuesto y acomodado gentleman entra en una de esas crisis que hoy llamaríamos estrés, y decide emprender un viaje solitario, con la comprensiva anuencia de su mujer y sus dos hijitos. Tras un viaje por la costa decide ir a Hawai, y al regresar, en medio del mar, un amanecer, resbala y cae al agua sin que nadie se percate. En capítulos alternados asistimos a las peripecias y sentimientos del náufrago perdido en el océano, que ve alejarse hasta desaparecer la nave en la que viajaba, y a los avatares desgraciados que impiden a los pasajeros del barco descubrir la ausencia del pobre caballero durante trece preciosas horas.

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El personaje es tan caballeresco que al principio se preocupa sobremanera por la ropa de la que supone le está permitido despojarse y por las explicaciones que deberá dar para aminorar lo ridículo de su accidente, ya que “caerse de un barco era mucho peor que volcarle la bandeja a un camarero o pisarle la cola a una dama. Era aun más embarazoso que lo de aquella chica de alta sociedad que, en Nueva York, tropezó y cayó por las escaleras cuando hacía su gran entrada, la noche de su debut”.

Pero a medida que pasan las horas, la desnudez se impone y la invectiva da lugar cada vez más a la congoja. Como dice Borges del Quijote, que sólo cuando Cervantes comenzó a amar a su personaje y olvidó su primer propósito de simplemente burlarse de él fue que alcanzó a elevar su obra a maestra, también aquí la ironía, sin perderse nunca, se diluye en favor de la sofocación que se contagia al lector.

Una ironía que de todos modos atañe también a lo moral, y que hace repicar con un rictus escalofriante la sentencia puritana de Hawthorne sobre Wakefield: “En el desorden aparente de nuestro misterioso mundo, cada hombre está ajustado a un sistema con tan exquisito rigor -y los sistemas entre sí y todo a todo- que el individuo que se desvía un solo momento, corre el terrible albur de perder para siempre su lugar. Corre el albur de ser, como Wakefield, el Paria del Universo”.

Don Birman, que firma un posfacio que acompaña a esta edición, elogia justamente la sintaxis que se adecua a las sístole y diástole del corazón del caballero naufragado (y del lector), pero insinúa que esa “maestría incomparable” no hace de su autor un estilista. A esta altura de la literatura, sería tiempo que revirtamos el prejuicio y consideremos a esa carencia de “solecismos y otras faltas graves” precisamente como el grado más refinado de la estilística.