Náufraga en mar de memorias

“La promesa”, de Silvina Ocampo. Edición al cuidado de Ernesto Montequin. Lumen, Buenos Aires, 2011.

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Retrato de Silvina Ocampo sobre carta de la escritora al pintor (Héctor Basaldúa).

Por Nilda Somer

Una mujer resbala en el barco que la lleva a Ciudad del Cabo y cae al mar sin que nadie se percate del accidente. Sobre este episodio se eleva La promesa, novela hasta hoy inédita de Silvina Ocampo (*). La náufraga es la narradora, quien supuestamente está cumpliendo la promesa que ha hecho a Santa Rita: si se salva, jura escribirá “este libro”. Milagro si se salva, pero milagro también si cumple la promesa, ya que se confiesa analfabeta, y más milagro todavía si logra expresar algo, ya que revela carecer de vida propia (“Mis experiencias no tuvieron importancia ni a lo largo de la vida ni aun al borde de la muerte, en cambio la vida de los otros se vuelve mía”).

La composición del libro que constituye la promesa se cumple, de todos modos, contemporáneamente a su flotar a la deriva en la inmensidad del mar, y ningún certero final nos dará la clave para interpretar con precisión el final de la historia ni la precisa exégesis del texto que tenemos entre las manos.La estructura abierta de la novela se ordena en el más o menos azaroso irrumpir de recuerdos en la mente de la náufraga. Esos recuerdos giran siempre en torno de algunos personajes: algunos, recurrentes, y la mayoría de ellos, en una sola y fugaz irrupción. El nombre de cada uno de esos personajes da título a los apartados o capítulos de la novela, que en general constituyen relatos perfectamente cerrados. Tanto que, como cuenta Ernesto Montequin, en el largo período de creación, La promesa sufrió dos modificaciones esenciales, y una fue precisamente la extracción de 17 apartados de esta novela para incluirlos como cuentos de Los días de la noche, de 1970 (algunos de ellos antológicos, como “Ulises”, “Coral Fernández” o “Paradela”, e incluso hay uno, “Livio Roca”, que figura en ambos libros).

Se concentra en La promesa todo el mundo de Silvina Ocampo, con sus seres singulares -sus infantes que sufren o propinan las crueldades de la inocencia escandalizada, sus trágicas mujeres frívolas, sus machos objetos sexuales- y su fulgurante estilo, ese estilo que recoge desde luego antecedentes (de la literatura costumbrista, del humor gauchesco, de las parodias tipo Niní Marshall) pero que es con ella que se instala como componente de una veta de gran literatura, que trabajarán como motivo esencial Manuel Puig y Copi (de quien César Aira toma a su vez lo mejor que tiene). Diálogos, vestuarios y situaciones plagados de cursilerías, frases hechas, lugares comunes, fantasías exacerbadas, truculencias y emociones desnudas que, lejos de las hipérboles sentimentales o los exotismos del realismo mágico son el revelado inconsciente de profundos tropismos.

(*) Resulta sorprendente que la aparición de esta novela, en la que Silvina Ocampo habría trabajado durante casi veinticinco años, y que se publica casi veinte años después de su muerte, coincida con la primera publicación en castellano de “El caballero que cayó al mar”, de H.C. Lewis, de 1937 (Ediciones La Bestia Equilátera). Aunque se trata de dos novelas muy distintas, tienen exactamente la misma base argumental, aparte de compartir la bien rara condición de saltar en el estéril panorama de la editoría nacional como dos novelas superlativas.


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Silvina Ocampo en 1985. Foto: Fiora Bempora