Syl & Ted
Quizás porque los dos eran grandes poetas, el matrimonio (devenido en tragedia) de Sylvia Plath y Ted Hughes ha dado pie a centenares de ensayos y elucubraciones. La argentina Carmen Iriondo se sumergió en los testimonios de esa relación y -como insinúa Costa Picazo- en la atracción mediúmnica de esta singular pareja para escribir Syl & Ted un poemario que acaba de editar Huesos de Jibia, en versión bilingüe castellano-inglés, con traducción de Rolando Costa Picazo, que cuenta en estas páginas los pormenores de este trabajo y marca una valoración de los poemas de Iriondo.
Silvia Plath y Ted Hughes, en 1959. Foto: Archivo El Litoral
Por Rolando Costa Picazo
Refiriéndose a la traducción de las Rubaiyat de Omar Khayyam por Edward Fitzgerald, que en realidad es una versión libre, o lo que Dryden llamaba “imitación”, Borges dice que “toda colaboración es misteriosa”. Lo mismo podría decirse del presente libro, en que Carmen Iriondo y yo colaboramos por hilos invisibles para pergeñar este texto bilingüe. Iriondo partió de la lectura de la poesía de Sylvia Plath (1932-1963) y Ted Hughes (1930-1998), y su ardua relación de amor y celos, para crear este triunfo de colaboración poética, porque sabemos que la literatura no nace de la nada. Nace en parte de este nuestro penoso existir, pero sobre todo nace de otra literatura, de otras lecturas, de una misteriosa formación quizá geológica en que se van superponiendo estratos, emociones, atracciones, embrujos y enamoramientos. Ella leyó a los poetas y se impregnó de ellos y de su endemoniada relación, y todo eso la fue invadiendo y dejando rastros que pugnaban por nacer de una nueva forma. Esa fue la primera colaboración, una colaboración a distancia en el espacio y el tiempo, con dos autores muertos, quizá mediante el contacto de una ouija board. Ella no lo sabría en el plano consciente, pero Sylvia y Ted la estaban habitando, y de la alquimia de la poesía fue naciendo este libro.
Nuestra colaboración, entre Iriondo y yo, también fue a la distancia. Ella me entregó el texto, y ni bien lo tuve supe que me poseería. La traducción también es una colaboración extraña. Sucede, o no. La traducción que funciona es una posesión, en que el traductor trabaja sin darse cuenta de que lo hace, porque las equivalencias surgen, la música, la armonía, se dan, como por encanto. Me interesó Ted Hughes por otra razón que nos hacía compatibles. Últimamente, con la honrosa excepción del libro de Carmen Iriondo, he traducido sólo clásicos de mi propia elección: Shakespeare, Poe, Melville. Y Ted era un traductor que pasó sus últimos meses traduciendo la Fedra de Racine, esa obra teatral que alguien alguna vez describió como “una cámara de tortura del espíritu”. Fue trocando los trabajosos pareados alejandrinos del francés en un ágil y británico verso libre que maravilla y emociona hasta llegar a esas palabras de Teseo, hacia el final: “El favor de los dioses me aterroriza”.
Sylvia Plath y Ted Hughes se casaron a los cinco meses de conocerse. Ella se dio cuenta al verlo de que era el hombre que había estado esperando, que había estado soñando en la sangre. Iriondo se refiere a ese misterioso, apasionado encuentro, que describe Syl en su diario. Toda la relación de los dos poetas está en el poema de Iriondo, con notas en que documenta lo que dice. Escribe sobre el “rústico amor que comenzó con / tarascones en la mejilla rosa”. Y explica en la nota al pie de la página:
Syl y Ted se conocieron en una fiesta que se realizó con motivo de la presentación de una revista literaria llamada St. Botolph’s y se sintieron súbitamente atraídos. Protagonizaron un encuentro pasional que está relatado en el diario de Sylvia, a pesar de las omisiones que efectuara Ted al autorizar su publicación: “Y cuando me besó en la nuca, lo mordí largo y profundo en la mejilla, y cuando salimos de la habitación, la sangre le corría por la cara...” (Omisión) “Y yo grité por dentro, pensando: oh, entregarme estrellándome, peleándome, a ti”.
Se casaron el 16 de junio de 1956, Bloomsday, el día en que se desarrolla el Ulises de Joyce. Es que vivieron la literatura con apasionamiento. Hacia el final de su
vida, Sylvia alquiló en Londres la casa donde había vivido un tiempo el poeta Yeats, el más grande del siglo XX, al menos de la primera mitad. Era una casa con una placa que decía: “Aquí vivió William Butler Yeats” (cuando escribió “The Lake Isle of Innisfree”). Ella lo tomó como un augurio de futura creatividad, lo que no se condice con su cercano suicidio, sobre todo porque firmó un contrato de alquiler por cinco años. Algo que dijo Yeats podría aplicarse a Syl: “De nuestras peleas con los demás, hacemos guerra; de nuestra pelea con nosotros mismos, poesía”. Iriondo hace una referencia a “la casa de Yeats, que no pudo salvarte”. Además, Sylvia había arreglado una cita con un psicoterapeuta, que no llegó a cumplirse.
Hay mucho amor en la relación de Syl y Ted, pero mucho más de parte de Syl, quizá porque deja evidencias en su poesía, más intimista que la de Ted, y se conoce mejor. La poesía de Hugues, que empieza con una devoción por el modelo muy masculino de la poesía de Kipling, podría caracterizarse como perteneciente a la tradición pastoril inglesa, y tiene que ver con la vida al aire libre, los animales, el paisaje, la violencia, los mitos, la sangre, la magia. Como hombre, irradiaba dinamismo. Quizá por ser oriundo de Yorkshire, el condado de Cumbres borrascosas, se lo ha identificado con el hosco aunque apasionado Heathcliff. Claro que la comparación era más física que emocional.
Si bien en sus diarios (publicados en 1982), Plath se pregunta si el matrimonio le absorberá su energía creativa y su deseo de escribir, en la práctica Syl supo combinar con destreza su oficio de poeta con su ocupación de madre y ama de casa, e hizo ambas tareas con placer y sin quejas. Sylvia y Ted escribían todo el tiempo que podían, aunque se turnaban en el uso de la única máquina de escribir que tenían. El trasfondo de muchos poemas es doméstico, con referencias a los niños, a la cocina, a la apicultura, a globos que decoran la sala para Navidad, pero se trata de una domesticidad arrancada del contexto usual de familiaridad y de una seguridad que se da por sentada. La sombra de la muerte y de una amenaza de suicidio ronda la mente de la mujer que con las manos amasa, se mueve por la cocina preparando la comida, que se despierta a la mañana temprano para alimentar a sus hijos. Al lado de esto hay imágenes disruptivas del Holocausto, de Hiroshima, y hay angustia, y siempre muerte.
En general, se consideró que Sylvia era una mártir, y se demonizó a Ted. Se le reprochó (es posible que falsamente) haber obligado a su mujer a una vida de rutina hogareña y así ahogado su talento. Muchos lo acusaron (y lo acusan) de ser el culpable de la muerte de Sylvia, por su infidelidad. Durante el último tiempo de casados, tuvo una relación secreta con la esposa de un amigo mutuo. Empeoraba esto el hecho de que Nick, el segundo hijo del matrimonio, tenía sólo cuatro meses de edad, y Frieda, la mayor, 2 años. Ted aprovechó un viaje a Irlanda con Sylvia, y entonces le dijo que la iba a dejar; al día siguiente, se fue a Londres, donde empezó los trámites de divorcio. Sylvia se sintió abandonada, igual que se había sentido cuando murió su padre (ella tenía 8 años). En el poema “Daddy”, la figura del padre se desdobla, pues es también la figura de Ted. Por ejemplo, en el poema Plath se refirió al “vampiro que me bebió la sangre un año, / por siete años, si quieres saberlo”. Ted y Syl estuvieron casados siete años.
La poesía de Sylvia Plath es compleja, no sólo por lo que dice, es decir, por el curso temático. Es una poesía con una lógica interior propia, por veces críptica, arbitraria y privada, y habla mediante asociaciones de imágenes, con una sintaxis elaborada, rica en inversiones y cláusulas subordinadas, metáforas ingeniosas, juegos de asonancia y consonancia, y exceso de elipsis, como si hubiera podado términos y frases enteras, y vuelto a podar. Todas estas características están en Carmen Iriondo, que nos ha brindado una poesía sucinta, compacta, elíptica, llena de metáforas extrañas y magníficas. Un ejemplo sobresaliente de un trabajo cabal de investigación y estudio, un caso notable de compenetración de un espíritu poético refinado que entra en contacto profundo con otro espíritu, igualmente refinado e histriónico y psicológicamente complejo y no en el mejor sentido de este adjetivo. Aquí están todas las marcas de dos vidas, la de Syl y la de Ted, todos los mojones biográficos de su existencia: está Ariel, el caballo de Sylvia, “desnudo bajo la niña”, nombre tomado del feérico espíritu del aire al que le insufló vida Shakespeare, aunque también ese nombre, Ariel, significa en hebreo “león de Dios”; están los mitos y “réplicas arcaicas” de Hughes, la sinusitis que padecía Syl; aparece Assia, la amante en cuyos brazos se refugió Ted y que terminó igual que Sylvia, matándose con gas, sólo que, peor, arrastró consigo a su hija de 2 años; está el doctor Horder, el último al que acudió Syl en busca de ayuda; y la luna, esa imagen favorita de Plath, igual que lo fue de Borges; las abejas de Otto Plath, el padre lejano; y, al final, está la tumba de Sylvia, profanada varias veces por los que odiaban a Ted, que borraban su nombre, y el esperanzado epitafio: “Aun en medio de las feroces llamaradas / se puede plantar el loto de oro...”. Syl & Ted es un poemario inolvidable, una gloria de nuestra poesía.