Una amistad sincera
“Felicidad clandestina”, que acaba de editar El Cuenco de Plata, reúne cuentos breves de Clarice Lispector, algunos aparecidos originariamente en sus crónicas, todos con el inconfundible aliento de la gran escritora nacida en Ucrania, en 1920 y fallecida en Río de Janeiro en 1977.
Por Clarice Lispector
No es que fuéramos amigos de larga data. Nos habíamos conocido recién en el último año de la escuela. Desde ese momento, estuvimos juntos a toda hora. Hacía tanto tiempo que necesitábamos un amigo que nada había que no nos confiáramos el uno al otro. Llegamos a un punto tal de amistad que ya no podíamos guardarnos los pensamientos: uno telefoneaba enseguida al otro e inmediatamente hacíamos una cita. Después de la conversación, nos sentíamos tan contentos como si nos hubiésemos regalado mutuamente. Ese estado de comunicación continua llegó a una exaltación tal que, aquellos días en que no teníamos nada que confiarnos, buscábamos con cierta ansiedad un tema. Sólo que el tema debía ser grave, porque en un tema cualquiera no cabría la vehemencia de una sinceridad experimentada por primera vez.
Ya en aquella época aparecieron las primeras señales de perturbación entre nosotros. A veces uno de los dos llamaba por teléfono, nos encontrábamos, y no teníamos nada que decirnos. Éramos muy jóvenes y no sabíamos estar callados. Al principio, cuando empezó a faltarnos tema, intentamos hablar de otra gente. Pero ya sabíamos que estábamos adulterando el núcleo de la amistad. Intentar hablar de nuestras correspondientes novias también estaba fuera de cuestión, porque un hombre no habla de sus amores. Probamos quedarnos callados —pero ni bien nos separábamos, nos poníamos inquietos.
Mi soledad, al regreso de esos encuentros, era grande y árida. Llegué a leer libros sólo para poder hablar de ellos. Pero una amistad sincera requería la sinceridad más pura. En su búsqueda, comenzaba a sentirme vacío. Nuestros encuentros eran cada vez más decepcionantes. Mi sincera pobreza enseguida quedaba al descubierto. También él, yo lo sabía, había llegado a una encrucijada.
Entonces, como mi familia se había mudado a San Pablo y él vivía solo, porque su familia era de Piauí, lo invité a vivir en nuestro departamento, que había quedado a mi cuidado. Qué efervescencia de alma. Radiantes, acomodábamos nuestros libros y discos, preparábamos un ambiente perfecto para la amistad. Cuando todo estuvo listo: henos ahí, dentro de la casa, de brazos cruzados, mudos, llenos apenas de amistad.
¡Queríamos tanto salvar al otro! La amistad es cuestión de salvación.
Pero todos los problemas ya habían sido tratados, todas las posibilidades estudiadas. Sólo teníamos aquello que hasta entonces habíamos buscado sedientos y por fin encontrado: una amistad sincera. Único modo, lo sabíamos, y con cuánta amargura lo sabíamos, de salir de la soledad que el espíritu tiene en el cuerpo.
¡Pero cómo se nos revelaba sintética la amistad! Como si quisiéramos expandir en un largo discurso la obviedad que una sola palabra agotaría. Nuestra amistad era tan insoluble como la suma de dos números: inútil querer prolongar por más de un instante la certeza de que dos y tres son cinco.
Intentamos organizar algunas fiestas en el departamento, pero no sólo protestaron los vecinos sino que no sirvió de nada.
Si por lo menos hubiéramos podido hacernos favores. Pero ni había oportunidad, ni creíamos en dar pruebas de amistad que nuestra amistad no necesitaba. Lo más que podíamos hacer era lo que hacíamos: saber que éramos amigos. Lo que no bastaba para llenar los días, sobre todo las largas vacaciones.
De esas vacaciones data el comienzo de la verdadera aflicción.
Él, a quien nada podía yo darle salvo mi sinceridad, pasó a ser una acusación de mi pobreza. Además de eso, la soledad de uno junto al otro, escuchando música o leyendo, era mucho mayor que cuando estábamos solos. Y, más que mayor, incómoda. No había paz. Después, cuando íbamos cada cual para su cuarto, con alivio ni nos mirábamos.
Es verdad que hubo una pausa en el curso de las cosas, una tregua que nos dio más esperanzas de las que en realidad cabía tener. Fue cuando mi amigo tuvo un pequeño problema con la Prefectura. No fue nada grave, pero nosotros cargamos las tintas para sacarle provecho. Porque para entonces ya habíamos caído en la facilidad de hacer favores. Recorrí entusiasmado las oficinas de los conocidos de mi familia, pidiendo recomendaciones para mi amigo. Y cuando comenzó la etapa de sellar papeles, corrí por toda la ciudad —puedo decir a conciencia que no hubo firma que no se ratificara sino a través de mis oficios.
En aquella época, nos encontrábamos de noche en casa, exhaustos y animados: nos contábamos las hazañas del día, planeábamos los próximos ataques. No profundizábamos mucho en lo que estaba ocurriendo, bastaba que todo aquello tuviera el cuño de la amistad. Creí comprender por qué los novios se hacen regalos, por qué el esposo se ocupa de confortar a la esposa y ésta le prepara afanosa la comida, por qué la madre exagera los cuidados al hijo. Fue además en ese período que, con algún sacrificio, le di un pequeño broche de oro a aquella que es hoy mi mujer. Sólo mucho después comprendería que estar también es dar.
Terminada la cuestión con la Prefectura —dicho sea de paso, con nuestra victoria— continuamos uno junto al otro, sin encontrar aquella palabra que entregaría el alma. ¿Entregar el alma? ¿Pero al final de cuentas, quién quería entregar el alma? A quién se le ocurre.
¿Al final, qué queríamos? Nada. Estábamos fatigados, desengañados.
Con el pretexto de pasar las vacaciones con mi familia, nos separamos. Además, él también se iba a Piauí. Un apretón de manos conmovido fue nuestro adiós en el aeropuerto. Sabíamos que no nos veríamos más, salvo por casualidad. Más que eso: que no queríamos volver a vernos. Y sabíamos también que éramos amigos. Amigos sinceros.
(De “Felicidad clandestina”, op. cit. Traducción de Teresa Arijón y Bárbara Belloc).
“Niños”, de Lino Eneas Spilimbergo.