En la Argentina que viene
En la Argentina que viene
Una responsabilidad clave para la oposición que sobreviva
José Curiotto
Twitter: @josecuriotto
La avalancha kirchnerista arrasa con todo a su paso. Cualquier desprevenido que llegara en estos momentos a la Argentina desde el exterior difícilmente podría percibir que en cuatro semanas habrá elecciones presidenciales. Es que, mientras los pocos opositores dignos que quedan en pie se debaten sobre cómo captar votos sin criticar demasiado a Cristina, hay quienes se derrumban como castillos de arena y sólo aspiran a que su pesadilla acabe cuanto antes.
Después están los otros. Que son muchos y que probablemente se multipliquen como gérmenes en los meses que vienen. Son los que pregonaban a los cuatro vientos que el kirchnerismo era lo más parecido a un demonio, pero de pronto descubrieron que la presidenta tiene un aura angelical. Estos opositores mentían cuando afirmaban que el gobierno no tenía nada de bueno, o mienten ahora para congraciarse con la calidez del poder. En cualquier caso, mintieron o mienten y, con estos antecedentes, lo más probable es que lo sigan haciendo.
Eduardo Lorenzo Borocotó merece un desagravio. Es verdad que no fue muy coherente, que llegó a ser diputado como candidato del PRO y diecisiete días después de acceder a su banca confesó que desde ese momento sería kirchnerista. Sin embargo, no parece justo llamar “borocotización” al proceso por el cual un político decide desertar y dejar en ascuas a quienes le confiaron su voto.
El médico mediático se llevó la peor parte, pero hay otros apellidos ilustres que bien podrían compartir su sitial de deshonor.
Si de imaginar se trata, se podría hablar de “solatización de la política” (Felipe Solá decidió dejar de ser un opositor ante la actual avalancha kirchnerista); o de “alarconización de la política” (María del Carmen Alarcón pasó del reutemanismo al binnerismo-Mesa de Enlace y de la Mesa de Enlace -sin escalas- al kirchnerismo); o de “latorrización de la política” (Roxana Latorre pasó de reutemanista a kirchnerista cuando el gobierno necesitaba de las facultades delegadas).
Hace pocos días se le preguntó a la diputada nacional reutemanista, Celia Arena, si sigue siendo opositora. La respuesta de la legisladora fue, por lo menos, ambigua: “¿Qué es para usted ser oposición?”, retrucó.
A Carlos Menem se lo puede incluir en esta nómina, aunque la verdad es que el ex presidente está habilitado para formar parte de tantas otras listas, que generaría confusión. Aún así, vale el intento: por qué no hablar de la “menemización de la política” (el viejo riojano antikirchnerista se convirtió en una espada del oficialismo). Y hasta de “kirchnerización de la política” (el gobierno no abrió la boca frente a la falta de culpables por la venta de armas a Ecuador y Croacia).
Claro que no todos los tránsfugas terminan en el kirchnerismo. De hecho, en la vereda de enfrente existen también nombres rutilantes, como el de Patricia Bullrich. Se podría hablar, entonces, de “bullrichización de la política” (enumerar sus cambios de camiseta sería demasiado engorroso, pero en abril pasado propuso, fiel a su estilo y como si todo valiera, la posibilidad de que la UCR, la Coalición Cívica, el PRO y el Peronismo Federal integren un solo espacio político para derrotar a Cristina).
Para sumar a la lista, Adolfo Rodríguez Saá dijo que elegiría en octubre a Cristina en lugar de Eduardo Duhalde (con quien compartió el Peronismo Federal hasta hace poco) y Francisco De Narváez cambió a Ricardo Alfonsín por el puntano en medio de la campaña. Claro que Alfonsín no había dudado antes en aliarse con un De Narváez que nada tiene que ver con el supuesto ideario radical.
Y Macri, por las dudas, nunca dijo con qué candidato a presidente se siente más identificado.
Responsabilidad y sensatez
Pero más allá de este merecido desagravio a Borocotó, lo cierto es que no resulta fácil criticar al kirchnerismo cuando parece en condiciones de arrasar con todo a su paso gracias al poder irrebatible y legítimo de los votos.
Hasta el reconocido politólogo francés, Alain Rouquié, especialista en América Latina, acaba de decir que “la situación -del país- es más estimulante, normal y próspera de lo que he visto en tiempos pasados. Uno puede decir “ese gobierno no me gusta, esa señora no me gusta”, pero hay resultados. La impresión que tengo, a pesar de las polémicas, es que la Argentina vuelve a ser lo que era: un país integrado, con empleo y con un nivel de vida y cultura excepcional para la región” .
Y las urnas son contundentes. Por primera vez en 28 años, el PJ gobernará en Río Negro, donde el ahora kirchnerista Carlos Soria logró el 50% de los votos.
El 29 de mayo pasado, en Ulapes, un pueblito riojano de 3.500 habitantes, el candidato kirchnerista Danilo Flores obtuvo el 100% de los votos positivos, porque la oposición decidió que no valía la pena presentarse en las elecciones locales.
“A mí me habría venido bien algún opositor, para enriquecer el debate”, dijo el intendente.
En el pueblo santiagueño de Atamisqui (4.000 habitantes), sumido en el atraso y la pobreza, Cristina logró el 93,25% de los votos en las últimas internas. Fue su propio récord nacional.
Estos son sólo ejemplos que reflejan una realidad incontrastable y que generan una responsabilidad clave en las filas de la oposición, más aún cuando tantos parecen desesperados por refugiarse bajo el tibio sol oficialista donde recalan empresarios, jueces, intelectuales, famosos, periodistas y políticos.
Porque una cosa es evolucionar, hacer autocrítica y adaptarse a los nuevos tiempos, contextos o desafíos; y otra muy distinta es inventar malabares discursivos e ideológicos para alcanzar beneficios personales o sectoriales, aun traicionando a quienes creyeron y votaron por una idea que se diluye como por arte de magia.
Por méritos propios y por debilidades ajenas, el kirchnerismo logró pulverizar casi cualquier intento por sostener un discurso crítico en la Argentina. Esta es una circunstancia riesgosa para cualquier país y que genera un verdadero desafío para los pocos opositores dignos que quedan en pie.
Es verdad que la suma del poder público permite avanzar con mayor celeridad, determinación y eficacia. Pero también es cierto que los riesgos de cometer errores se acrecientan cuando una sociedad no logra sostener, al menos, un resquicio de crítica sensata, contraposición de ideas y control republicano.
La Catamarca saadista, el Santiago juarista, el San Luis de los Rodríguez Saá y La Rioja menemista, son un claro ejemplo del riesgo que genera un poder omnímodo. Y el mismo reflejo devuelven las experiencias de gobiernos todopoderosos -democráticos o no- en la Argentina del siglo XX.
El kirchnerismo tiene en sus manos la delicada responsabilidad histórica de conducir el país con un poder casi absoluto.
Por su parte, los opositores que sobrevivan a las elecciones de octubre deberán sostener sobre sus espaldas la pesada carga de marcar límites, de hablar con sensatez y coherencia, a pesar de que muy pocos tengan ganas de escucharlos.