Kant entre nosotros

a.jpg

El filósofo en un cuadro de época.

Foto: Archivo El Litoral

Ricardo Miguel Fessia (*)

Parece alejada la posibilidad de que un filósofo y sus meditaciones tengan utilidad práctica en los actos de los ciudadanos comunes. Algo de razón puede haber en todo esto.

Sin embargo, de una u otra forma, Kant está siempre entre nosotros. Pertenece a ese grupo de selectos pensadores que atravesaron todos los tiempos y los temas.

Se cumplen 230 años de la primera edición de “Crítica de la razón pura” (Kritik der reinen Vernunft), aparecida en 1781 en Alemania y el aniversario amerita algunas reflexiones. Muchos entienden que esta obra fue el gozne en la historia de la filosofía.

Como dato biográfico, recordemos que Emmanuel Kant nació el 22 de abril de 1724 en Königsberg, que en ese tiempo pertenecía a Prusia y que luego de la guerra se convertiría en Kaliningrado, Rusia. Muerió en la misma ciudad, el 12 de febrero de 1804. Según ha dicho algún cronista de su tiempo, rara vez salió de la ciudad. Había recibido una formación muy estricta de unos padres luteranos.

A partir de esta obra, de la que hay por lo menos tres versiones en castellano -la de García Morente, la de Pedro Ribas y la de Mario Caimi- la filosofía establece claramente dos hechos; el venturoso porvenir de la razón aplicada al crecimiento del saber experimental; y el fracaso en la formación de una doctrina de las llamadas causas últimas; dicho de otra forma, de la verdad entendida metafísicamente.

El hombre que trata de llevar adelante una reflexión kantiana absorbido por el cruce de una ciencia como la fisicomatemática -que no es capaz de tomar las condiciones apriorísticas que le entrega una acción práctica- con una situación extravagante y lastimosa, se manifiesta en el clamor quejoso de Kierkegaard, el azote de Nietszche, el ser incongruente de Sastre.

La vigencia de Kant emana de la sutileza para entender y presentar los motivos por los que el estudio filosófico jamás podría convertirse en un sistema; esto es, un saber predicativo, ya que el objeto de sus preocupaciones no lleva las características que hacen posible el conocimiento en términos que por medio de la experiencia se puedan comprobar.

La filosofía se hace preguntas, pero no las responderá. Kant sostiene que su misión es la de “reintroducir el conflicto y la evidencia de la incertidumbre allí donde el suelo omnipotente de la razón crea haberlo doblegado todo”.

Del fárrago de sus tantas hojas se filtra una parte de la ilusión platónica de lograr un saber que pueda llegar a la verdad absoluta. Kant advierte que, a lo sumo, la filosofía podrá instar por esa verdad, pero nunca lograrla.

No es que se pueda afirmar que latía el pulso del escepticismo por el conocimiento, sino que dominaba el verdadero alcance del saber. Conoce y levanta los aportes que había hecho Newton en el campo de las experiencias sensibles. Pero cuando la pregunta es por el tiempo, por Dios, por la libertad, ya no hay respuesta irreductible. En definitiva, cree que lo que la metafísica quiere averiguar no pertenece al orden de lo que es dado conocer racionalmente. Pero si esta afirmación amordaza las aspiraciones superiores de la filosofía, a la vez la enriquece con una fecunda visión crítica, fruto que contribuirá a impedir que las ciencias empíricas confundan la realidad con una parte de ella a la que puede acceder.

También enseña el filósofo de Königsberg que la misma realidad tiene lo que no podemos saber. Esa realidad muestra su contundencia sobre nuestra voluntad al punto de llegar a doblegarla. Esta vivencia establece el límite entre los deseos de la razón pura y sus posibilidades efectivas en el plano trascendental.

Destrona la sentencia aquella que dice: en filosofía es posible la correspondencia entre lenguaje y objeto. Con su pensamiento abre la brecha de la idea del saber como aproximación hipotética y provisional a la verdad. Si de esta forma la metafísica tiene cerrado su ingreso a un futuro sistemático, las ciencias empíricas debieron aceptar que el conocimiento de las condiciones de visibilidad de ese desarrollo escapaba por entero a su idiosincrasia, en la forma que éstas constituían una cuestión extracientífica.

Por estos días ya no nos desvelamos por el sujeto trascendental kantiano y su ética estructurada en buena medida a espaldas de la actualidad, casi lo mismo que su proyecto de establecer una “paz perpetua”. Pero debemos reconocer que el pensamiento de Kant, al cercenar las aspiraciones científicas de la filosofía, truncó las similares aspiraciones filosóficas del empirismo.

De esta manera quedó bastante expuesto el trasfondo ideológico, el anhelo de poder solapado en las proposiciones de la ciencia que, con la firme decisión de imponer lo que dicen, se las arreglan para esconder lo que ignoran; desconocimiento que se refiere a la condición de posibilidad del establecimiento de sus axiomas.

Definitivamente, la modernidad le debe a Kant el haber puesto al descubierto el contenido de irracionalidad que se encuentra en la base de todo predicado lógico.

Es que estableció de modo bastante contundente que el saber no protege al hombre de sus contradicciones; por el contrario, éstas se ubican en él no obstante el hombre. El conocimiento también se convierte en algo endeble, el terreno donde el ser humano lucha por su propia subsistencia ética. Así, la obra kantiana nos trae a la memoria que la finitud es nuestro devenir diario, del que no nos podemos despegar. La opción será, por lo tanto, crecer con ella y tratar de comprenderla. De lo contrario, nos acosará con sus distintas obras -algunas trágicas y otras ilusorias- hasta llevarnos al callejón del dogma y la enajenación.

(*) Abogado, profesor titular ordinario de la Facultad de Ciencias Jurídicas y Sociales de la Universidad Nacional del Litoral.