Ignacio Andrés Amarillo
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En la edición de mayo de 1956 de The Magazine of Fantasy and Science Fiction, Richard Matheson publicó un cuento titulado “Steel” (“Acero”), de la que en 1963 haría una adaptación para “La dimensión desconocida”.
Allí mostraba una era en la que los boxeadores humanos fueron reemplazados por robots. El ex boxeador Steel Kelly y el mecánico Pole descubrían que su deteriorado Maxo no podía dar batalla, y Kelly se hacía pasar por la máquina para al menos sacar una moneda que les permita comprar repuestos.
Dan Gilroy y Jeremy Leven tomaron algo de ese universo para crear la historia de “Gigantes de Acero” (“Real Steel”), sobre la que John Gatins escribió el guión. Algo de esa frustración, de ese encierro en peleas menores, pero generando una película que seguramente a Sylvester Stallone le habrá gustado: algo de “Rocky” y algo de “Halcón” hay en su trama.
Volver a empezar
Charlie Kenton es un ex boxeador (de los últimos), que brilló brevemente para hundirse luego en la mediocridad. En ese camino siguió luego en su nuevo rol de entrenador de robots boxeadores, los cuales (a diferencia del cuento) se fueron alejando cada vez más del aspecto humano para convertirse en unos gigantes con aspecto de mecha de animé, y que se enfrentan en unas peleas salvajes que muchas veces terminan en la destrucción de la máquina.
Cuando está tocando fondo, se entera de que una ex novia murió, dejándole un hijo de 11 años con el que nunca tuvo relación. Los pudientes tíos del niño quieren la tenencia, y Charlie lo acepta junto con una suma de dinero para invertir en un nuevo bot. La condición: que el pequeño Max se quede con él durante el verano, mientras ellos viajan.
Así, decide arrancar de nuevo pidiendo la ayuda de Bailey Tallet, heredera del gimnasio donde entrenó Charlie, hija de su maestro, “brevemente” su noviecita y ahora especialista en estas máquinas de dar golpes. Tras un nuevo fracaso, Charlie se lleva a Max a un depósito de chatarra, donde el niño rescata a un viejo androide llamado Atom: arcaico y aparentemente fuera de estado, cuenta con la capacidad de imitar movimientos.
Padre e hijo construirán una relación a medida que Atom empieza a ganar peleas, hasta que llegará la posibilidad de enfrentar al campeón, el temible Zeus, construido por la rica Farra Lemkova y el soberbio ingeniero Tak Mashido. La historia tendrá que decidir entre la sangre y la fría maquinaria, entre el corazón y el dinero, y en el camino Charlie tendrá que ver si puede rehacer su vida y obtener más de una esperada revancha.
Lágrimas y piñas
El encargado de contar este cuento es Shawn Levy, director hasta ahora especializado en comedias (“Recién casados”, “Más barato por docena”, “La pantera rosa”, “Una noche en el museo” 1 y 2, “Una noche fuera de serie”). Y lo hace bastante bien, dosificando lo emotivo, lo romántico y la acción, que no puede faltar en una película con robots y box.
Desde el punto de vista del guión, los más fanatizados se quedarán pensando en algunos cabos sueltos (¿Qué origen tiene Atom? ¿Por qué Mashido y Lemkova quieren comprarlo?). Pero el relato avanza hacia adelante, centrándose en las vicisitudes que afrontan los protagonistas.
La puesta visual es impresionante, combinando animación digital y parafernalia real, mostrando unos combates magníficos, que atraerán a los fans del arte de los puños (como dato, vale agregar que el asesor boxístico fue Sugar Ray Leonard): alguno puede sufrir por los golpes que recibe Atom, y arengarlo para que se levante de la lona).
La parte humana
Una película así no podría funcionar si no se contara con el niño adecuado; en ese sentido, Dakota Goyo es el niño actor soñado, capaz de ser adorable o golpeable, y de generar buena química con los adultos, creíble en su euforia y en su enojo.
Si hablamos de credibilidad, Hugh Jackman es uno de esos actores (junto con Russell Crowe, por ejemplo) que se pueden poner en la piel de los más diversos personajes con verosimilitud. El australiano se ha lucido haciendo antihéroes queribles (saltó a la fama con Wolverine), y aquí aplica nuevamente su rea seducción, encarnando a un perdedor tan entrañable como cuestionable en muchas de sus acciones.
De Evangeline Lilly hay que aclarar que es buena actriz. Decimos esto porque si no lo fuera, igual uno tardaría en darse cuenta: su sola presencia en la pantalla ya se justifica, y verla recién levantada (a cara lavada, descalza, en suéter y pijama) ya justifica el precio de la entrada. A mitad de camino de la belleza apabullante de una Megan Fox y la mujer “real” que interpretó Amy Adams en “El ganador”, genera una química única con Jackman (Charlie podrá ser un looser, pero muy fachero, eso sí).
Entre los secundarios, Hope Davis escapa al cliché (hacer una tía detestable); Karl Yune y Olga Fonda hacen una buena dupla como Mashido y Lemkova, una especie de villanos de cómic.
La épica de los guantes
Mencionábamos a “El ganador”, el filme que protagonizaron Mark Wahlberg y Christian Bale, una de las últimas en una larga saga de historias donde el boxeo se constituye como un espacio épico único: donde uno puede levantarse de las miserias arañando las cuerdas del ring, donde una pelea puede redimir toda una vida de sinsabores y errores.
En esa tradición se inserta “Gigantes de acero”: porque más allá de las relucientes máquinas, Charlie peleará la última batalla como si fuera propia, a ver si el beso de la gloria (o de un hijo, o de una mujer) puede ser la revancha de todas las veces que besó la lona, adentro y afuera del ring.