Reportaje a Inés Acevedo
La importancia de lo que un escritor lee
“Paseo”. Foto de Miguel Grattier.
Por Augusto Munaro
Inés Acevedo (Bs.As., 1982) es una escritora singular. Antes de cumplir 30 años, se lanzó a escribir su autobiografía colmada de curiosas e intensas vivencias personales. Los resultados no han sido en vano. En Una idea genial (Mansalva), con un realismo y desparpajo inéditos para una autora tan precoz, cuenta las andanzas y malandanzas de su niñez, adolescencia y temprana juventud, ocurridas en varios pueblos del interior de la provincia de Buenos Aires. Con mordaz ironía, por momentos con ternura, Acevedo desnuda sus vicisitudes a través de una prosa elocuente, atrapando al lector desde su primera página.
—En este libro aparecen personajes que son comunes en muchos pueblos del interior de Buenos Aires.
—Sí, son personajes de los que todavía hoy se pueden encontrar; sin embargo en aquellas épocas de los años noventa, los tambos y los establecimientos del campo se iban destruyendo poco a poco, y algunas de estas personas tenían que irse a trabajar a la ciudad porque no había más trabajo. Esto es algo que recuerdo muy bien y que nos daba mucha tristeza. Personas que trabajaban en un tambito o tenían una chacrita y ya no podían sostenerse, se iban a vivir a la ciudad, y a veces los engañaban, o las mujeres tenían que hacer un trabajo como empleadas domésticas, se entiende que es un cambio de vida muy duro. Este personaje por ejemplo, el Paisano Queto, andaba siempre a caballo por la banquina, por el costado de la ruta, llegaba al tambo a las cuatro de la tarde y tomaba un vaso de vino con soda y comía carne fría... siempre comía carne, no importaba la hora... Por supuesto que no era un gaucho, sino un paisano, ya que la palabra gaucho no se usa en la vida real, claro. Pero sí se usa la palabra gauchada, es decir, hacerle un favor a alguien, o ser una buena persona, ser gaucho. Quiero decir que esas personas tenían un gran corazón y una fuerza para sobrellevar todas las catástrofes, como por ejemplo, un viento que volaba el techo de su casa, y debían continuar haciendo el tambo y toda su familia tenía que venir a ayudarlos a construir una nueva casa, y seguían trabajando de sol a sol. Esas cosas que un chico ve no las puede olvidar. La vida de campo es muy dura. La gente cree que el campo son sólo millonarios con camionetas enormes y no es así.
—Detengámonos en la voz narradora y su particular ironía.
—Me gusta mucho el escritor brasileño Machado de Assis, del siglo XIX. En Memorias Postumas de Bras Cubas, el narrador empieza a contar su vida después de muerto. Es como un fantasma que se ríe de su vida. Cuando pensamos que nos vamos a morir, vemos la vida desde afuera, y todo nos da risa, o por lo menos nos sorprende lo que ha pasado, y yo pensé en esa postura, en ver las cosas desde afuera. Por eso en la novela aparece la muerte pero no es para ponerse triste sino para poder enfocar la vida en total. Todos, cada familia, tienen una historia muy loca; si le ves el lado divertido, podés reírte mucho de eso. Cada familia es un mundo, si empezás a ver cómo funciona, claro, es completamente loco desde otro punto de vista.
—Las historias y observaciones sobre el campo, ¿le interesaban ya de niña?
—Me interesaban, y cuando era chica quise escribir una historia con personajes del campo, pero no pude, porque era demasiado chica para saber cómo era el mundo de los grandes. Por eso sólo escribí cuentos de fantasía o infantiles... De niña siempre me gustó mirar y escuchar lo que hacían los grandes, en general. Pero, como me di cuenta de que probablemente cuando creciera iría a vivir a la ciudad, siempre miré el campo como si ya no estuviera ahí, lo veía como una especie de recuerdo, despidiéndome de él.
—En un pasaje del libro, leemos acerca de su padre: “Fue gracias a él que comprendí el concepto de narración”. ¿De qué modo?
—Es que el ingreso a la literatura fue por mi padre, ya que la literatura no fue escrita sino oral. Desde chica, mi padre nos contaba un cuento todas las noches, él hacía como que leía Simbad el Marino, pero en realidad inventaba las historias, historias de indios generalmente. O historias de Simbad inventadas por él. Esas historias siempre eran muy similares, y no tenían un final. Siempre quedaban interrumpidas cuando yo me dormía o él se cansaba de contar. Un día me di cuenta de que él no leía el libro, de que él estaba inventando todo eso. Entonces comprendí cuál era la diferencia entre contar un cuento y leer un cuento. Mi padre jamás me leyó un cuento, siempre me contó una historia que él inventaba. Por eso, el libro no importaba. Lo que importaba era que él estuviera ahí diciendo algo. Es mucho más lindo que alguien te cuente algo y no que te lo lea.
—Imagino que uno de sus momentos más anecdóticos, mientras vivió en Tandil, fue haber conocido al escritor Jorge Di Paola. ¿Cree que influyó en su escritura?
—Sí y no. Lo que influye a un escritor es lo que lee, y no la persona que es su amiga. Para mí los cuentos de Jorge Di Paola son magistrales. Su escritura es exquisita, de una inteligencia viva, pero no veo que hayan influido mucho en mi escritura. Los escritores trabajan solos, pero muchas veces necesitan conocer a alguien mayor que haga lo mismo o que los aliente para tener ánimo de continuar escribiendo. Suele suceder que los escritores jóvenes encuentran padrinos o madrinas que los acompañan. Sin embargo, lo curioso es que nunca hablé de literatura con Jorge y ahora, tengo amigos que escriben y casi nunca hablamos de literatura.
—“Una idea genial transcurre” casi íntegramente en el campo, sin embargo su prosa no registra una retórica rural.
—No, para nada. Traté de buscar palabras simples. Si hubiera querido hacerlo rural, tendría que haber hecho un esfuerzo grande, porque no me acuerdo bien cómo hablan los paisanos. Cuando yo iba a hacer las compras con mi padre, me daba cuenta de que cuando hablaba con los paisanos él cambiaba su manera de hablar, como imitándolos, en esos momentos me costaba entenderlo, y hablaba trabado. A mí no me parecía que los paisanos hablaran trabado, solamente que ésa era la idea que mi papá tenía de cómo hablaban ellos. Por eso, no sé bien cómo son; sí sé que hay una actitud de los paisanos que es la de callarse la boca y reírse en secreto cuando un pueblero hace o dice algo que les da risa. No son de hacer juegos de palabras o provocar risa por una forma de hablar de ellos, se ríen para sus adentros o en un juego de miradas con el otro, eso siempre me pareció a mí, quizás esa forma de ser es lo que para mí es característico de la gente de campo. Mirar, callarse y reírse. Ojalá haya algo de eso en este libro.