Lo divino en la comedia humana

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Tumba de Balzac en el cementerio Pére Lachaise, en París.

Foto: Archivo El Litoral

Por Julio Anselmi

 

“Ursule Mirouët”, de Honoré de Balzac. Traducción y posfacio de Mariano García. Introducción de César Aira. La Compañía. Buenos Aires, 2011.

En su voluminoso y olvidado libro sobre Balzac, Ezequiel Martínez Estrada se detiene a estudiar en un capítulo la importancia de la herencia y el azar en la Comedia humana y señala, justamente, que Ursule Mirouët “es, por excelencia, la novela de la herencia en que el misterio genético se presenta bajo el aspecto macroscópico de la telepatía, la hipnosis, la adivinación onírica, la comunicación con los muertos. Es, además, aquélla en que con mayor abundancia se habla de las genealogías”.

La presentación de las ramas vivientes de esas genealogías en el pueblito de Nemours, acompañada de esa descripción tan contundente del “soma” de los personajes a los que era tan afecto Balzac, ocupa la primera parte de Ursule Mirouët. Con razón señalaba Benedetto Croce que en Balzac no hay pintura de caracteres o ambientes “que no hiperbolice hasta convertirlos en maravillosos y fantásticos”.

En el mundo cerrado de Nemours, los descendientes de cuatro familias entremezcladas esperan heredar al rico doctor Minoret, viudo de Ursule Mirouët. Pero este solitario ha tomado bajo su protección a la sobrina nieta de su mujer, llamada ella también Ursule Mirouët, y el suceso que irrumpe como la explosión de un volcán es que el viejo ateo irredento aparece un día yendo a la iglesia con su pupila. Desde luego -se ajetrean los herederos- si la bobita ha conseguido lograr tal milagro en el incrédulo, nada le impedirá arrebatarle a medio pueblo la ansiada fortuna. Y aquí sí entramos en el corazón de la novela, que como indica Mariano García en el posfacio de la cuidada edición de La Compañía, gira alrededor de los revenants (aparecidos) y los revenus (ingresos).

Porque en medio de las intrigas bien terrenales, materiales y mezquinas que giran en torno a la herencia del buen doctor, hacen su ingreso las inconciliables bandas de los creyentes y de los incrédulos, centradas en las rencillas que los enciclopedistas teístas (“que deificaban todo antes que admitir la existencia de un Dios”) y la academia ortodoxa de medicina (en las que siempre estuvo enrolado el doctor Minoret) mantenían con los experimentadores del mesmerismo, de las fuerzas electromagnéticas, del hipnotismo, de la frenología, de la telepatía, amén de los seguidores del místico Emanuel Swedenborg, corriente con la que evidentemente simpatiza Balzac. Ernst Curtius escribió que “la ciencia moderna no podía satisfacer al demonio del conocimiento que arrastraba a Balzac... La ciencia humana no es más que una ‘nomenclatura’. No nos conduce hasta las regiones profundas de las causas, por lo que Balzac, como Fausto, retornará a la magia para encontrar la clave de la naturaleza”.

En unas maravillosas páginas de esta novela el doctor acepta la invitación de un antiguo enemigo que le propone “fulminar su incredulidad con pruebas positivas”. Y lo logra a través de una médium que en París cuenta al doctor lo que hace y piensa la jovencita sobrina allá lejos en Nemours. A la par que el doctor conoce la grandeza de alma y la devoción de la joven y viviente Ursule, también descubre que ella guarda un secreto de amor en su corazón, y que el enamorado no es él.

A partir de allí la novela despliega una cada vez más apasionante y folletinesca trama de intrigas de un feroz realismo, a la par que el mundo del espíritu y del más allá se decide a intervenir para perseguir finalmente a ávidos y estafadores.