crónicas de la historia

Auschwitz y el Holocausto

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Tal vez lo más irónico y siniestro de Auschwitz se expresa en el cartel que está a la entrada: “Arbeit macht frei”. Que quiere decir: “El trabajo libera”. Foto: Archivo El Litoral

Rogelio Alaniz

Se dice que cuando los soldados soviéticos llegaron esa mañana fría y de sol del 27 de enero de 1945 a Auschwitz, se quedaron consternados por el espectáculo que se presentó ante sus ojos. Se trataba de soldados endurecidos por la guerra, muchos de los cuales conocían como verdugos o como víctimas las delicias de los campos de trabajos forzados de Stalin. Sin embargo el paisaje Auschwitz superaba por lejos todo lo que habían presenciado hasta la fecha.

El olor a muerte flotaba en el aire con una persistencia de pesadilla; los restos de los cadáveres se podrían en los zanjones, pero lo más conmovedor no eran los muertos sino los vivos: esos espectros descarnados, consumidos por el hambre y los castigos que vagaban como almas en pena. No hablaban. Tampoco gritaban. Lloraban. Nada más que eso: llorar y hacer silencio.

Auschwitz se transformó a partir de ese momento en el paradigma del Holocausto. Allí está todo: el campo de concentración, el campo de exterminio y el campo de mano de obra esclava. También la invisible organización burocrática que pone en funcionamiento esa máquina de explotación y de muerte con la precisión de un aparato de relojería. Tal vez lo más irónico y siniestro de Auschwitz se expresa en el cartel que está a la entrada: “Arbeit macht frei”. Que quiere decir: “El trabajo libera”.

Para ser precisos con el lenguaje, habría que decir que hubo tres Auschwitz. El primero fue un campo de concentración de prisioneros políticos y de guerra; el segundo fue el campo de la muerte, el que se construye para exterminar a través de las cámaras de gas, el celebre Zyklón B, un insecticida apropiado para asesinar a personas consideradas insectos; los fines del tercer campo eran más civilizados: mano de obra esclava para las empresas alemanas, particularmente la IG Farben.

Los tres campos estaban conectados entre sí. Los prisioneros que llegaban en los trenes eran seleccionados según edad y sexo. Los viejos, niños y mujeres iban a las cámaras de gas; los hombres jóvenes a trabajar para las empresas. La juventud de los flamantes obreros no duraba mucho: la explotación brutal, el hambre y los castigos los debilitaban rápidamente y entonces su destino eran las cámaras de gas.

Se estima que en Auschwitz murieron alrededor de un millón y medio de personas. Pudo haber habido más, pero con esa cifra ya tenemos una idea aproximada de lo que fue el extermino. De ese millón y medio de asesinados, el noventa por ciento fue judío. También hubo gitanos, polacos, rusos, pero perderíamos perspectiva política si relativizamos el exterminio judío.

Auschwitz es lo que es por el Holocausto. Y el Holocausto tiene una exclusiva víctima: los judíos. Todos los judíos: niños, mujeres, ancianos y jóvenes. El Holocausto es el genocidio, el genocidio en serio y no las versiones banales de quienes hoy usan esa palabra para referirse a acontecimientos represivos, injustos, pero que no tienen nada que ver con el concepto de genocidio.

Hay que ser claro con estos temas. El judío no muere por lo que hace, muere por lo que es. No tiene salvación ni redención posible. Su raza, según los nazis, se lo impide. Su raza o su sangre. Eso es genocidio. Porque para Hitler el judío más que una religión es fundamentalmente una raza, una raza que debe ser exterminada porque contamina la sangre, contamina la Nación y contamina el espíritu.

Negar el Holocausto es negar el rasgo distintivo del nazismo. Sin la masacre de judíos el régimen de Hitler hubiera sido un régimen autoritario más. Lo que le otorga en la historia del siglo veinte una perversa singularidad es la masacre del pueblo judío. La masacre deliberada, planificada y sistemática. La masacre organizada por un Estado que incluso insiste en la consumación de este objetivo en contradicción con sus intereses guerreros.

Auschwitz por lo tanto es eso: el exterminio de una raza, la explotación de mano de obra esclava y la experimentación genética a cargo de ese otro monstruo fabricado en Auschwitz: Joseph Mengele. Auschwitz es, además, la manifestación más flagrante acerca de la capacidad del hombre para promover el mal. El mal sin atenuantes. Sin posibilidades de castigo. Después de Auschwitz, dirá Adorno, no se podrá escribir más poesía. Yo diría algo maá: después de Auschwitz los hombres tenemos derecho a preguntarnos a fondo sobre la existencia de Dios. ¿Dónde estaba Dios esos días? Silencio. O respuestas evasivas: Dios también sufría; Dios estaba distraído. O Dios no estaba.

Auschwittz es la consumación de la llamada Solución Final. Es la consumación, no el punto de partida. El exterminio del pueblo judío estaba presente en Hitler desde el inicio de su aventura política. Hay que leer “Mein Kampf” para saber que del hombre se podrán decir muchas cosas, menos que no haya cumplido con lo que prometió.

Hay un debate abierto entre los historiadores acerca de si la Solución Final fue un objetivo planificado de antemano o un resultado al que se llegó empujado por diversos acontecimientos. Es un debate interesante, pero queda claro que más allá de los detalles, para los nazis el exterminio de los judíos era uno de sus objetivos centrales, tal vez el principal.

Exterminar al judío era para el Tercer Reich afirmar la identidad aria y destruir a quienes encarnaban la peste del siglo veinte: el bolchevismo y la usura. Exterminar al judío significaba exterminar a una alimaña, a un parásito social y a un agente contaminador de la sangre. ¿Locura? Tal vez. Pero esa locura educó el sentido común de millones de personas. Millones de personas que consintieron el genocidio, lo aplaudieron o miraron para otro lado.

Al momento de llegar Hitler al poder, la población judía en Alemania apenas representaba el cinco por ciento del total. Muchos alemanes antisemitas jamás habían visto a un judío. El operativo nazi para aniquilarlos fue sistemático. Se inició con la exclusión económica y social. Los judíos fueron expulsados de la administración pública, sus negocios boicoteados, su religión perseguida. El 10 de noviembre de 1938 los nazis promueven la “Chistallracht”, la “Noche de los cristales”. Ese día los judíos son definitivamente quebrados en Alemania. Después vendrá Polonia, la URSS y Europa. Pero el primer paso estaba dado.

¿Por qué no huyeron? Ese fue el otro problema: no había dónde huir. Como dijera un historiador: “En el mundo entonces había dos clases de países: aquellos donde los judíos no podían permanecer y aquellos donde los judíos no podían ingresar”. Estados Unidos, Inglaterra y Australia ponían cuotas de ingreso. La vía hacia Palestina estaba casi cerrada. Canadá dice a través de su embajador: “Uno ya es mucho”. Curiosidades de la historia: en América latina el único gobernante que abrió sus puertas a los judíos fue Trujillo.

Tampoco durante la guerra se tomaron medidas para poner punto final al genocidio. Para ingleses y norteamericanos y rusos el objetivo era ganar la guerra. Después veremos. Información había. Y mucha. Sin embargo, quienes tenían poder no movieron un dedo. Y si lo movieron fue más por una iniciativa personal que por una decisión política. Hoy todos se rasgan las vestiduras contra el Holocausto, pero cuando hubo que hacer algo, no se hizo. Bienvenida la noticia de que el Papa condena en Auschwitz al genocidio, pero hubiera sido deseable que Pío XII lo condenara cuando estaban matando en serio.

Nunca en la historia de la humanidad se presenció un espectáculo tan siniestro, una maniobra tan perversa de acorralamiento y exterminio a un pueblo. Un dato importante merece tenerse en cuenta: los judíos jamás le declararon la guerra a los nazis. No se les ocurrió hacerlo, no podían hacerlo. No hay antecedentes de masacres a un pueblo que no sólo no declaró la guerra a nadie, sino que, además admiraba a la Nación alemana. En efecto, muchos judíos habían peleado en las trincheras durante la Primera Guerra Mundial, muchos llegaron a sentirse más alemanes que judíos.

Fue así que los judíos aprendieron de una vez y para siempre que la salvación de ellos depende de ellos mismos. Que el antisemitismo es una peste emocional de la humanidad que brota periódicamente. Nunca más ir como ovejas al matadero, será la consigna. La otra gran enseñanza que el nazismo dejó a la historia es que una minoría de pistoleros puede lograr su cometido con el aplauso de un sector importante de la sociedad.

(Continuará)