Crónica política
Crónica política
La cultura del atril y la viuda del Calafate
¡Oid mortales...! FOTO:Dyn
Rogelio Alaniz
Se dice que cuando a Arturo Illia le pedían que usara la cadena nacional para dar a conocer sus puntos de vista, recordaba que siendo muchacho había viajado a Europa para perfeccionarse en su profesión y allí había conocido la propaganda de los regímenes fascistas, la propaganda del balcón y de la radio. Illia no quería verse reflejado en ese espejo y así como la única vez que recurrió a los fondos reservados fue para pagarle el viaje a París a un grupo de teatro independiente que había ganado una beca, a la cadena nacional la usó una sola vez durante su presidencia.
Esa lección republicana, al actual oficialismo no le dice absolutamente nada o, en todo caso, le provoca una sonrisa irónica con algún comentario vulgar acerca de la tontería de los políticos de antes. La sonrisa irónica se transformaría en ruidosa carcajada burlona si se enteraran de que alguna vez Illia sostuvo que había que desconfiar de una democracia donde el presidente dice lo que se le antoja o se cree el personaje más importante del país.
¿Cómo se puede decir semejante estupidez? ¿cómo se puede creer en semejante estupidez? Como dijera alguna vez Menem con su avasallante realismo: “Quiero ser presidente para ser importante”. La frase la firmarían varios, Empezando por “la Viuda del Calafate”. Ser presidente para disponer de poder. Del poder para darse todos los gustos. Así se hace. Así se debe hacer. ¿Y los pobres? ¿Y la justicia social? Como dijera Talleyrand. “Por favor, no me hagan preguntas tontas que no puedo reírme en público”.
Los años no han transcurrido en vano. El balcón del demagogo se mantiene en Venezuela, pero en la Argentina ha sido desplazado por la más modesta cultura del atril. Lejanos parecen los tiempos en los que Perón, por ejemplo, se lucía en el balcón con Somoza y amistosamente competían entre ellos para ver quién excitaba más con sus palabras a ese objeto de devoción de todos los demagogos de la historia: la masa, la gran masa del pueblo. Dicho sea al pasar: las fotos de Perón y Somoza son de una belleza conmovedora. Inspiración poética en el más puro sentido de la palabra. Algo parecido podría decirse de las escenas con Trujillo. O de ese instante sublime para la causa latinoamericana y tercermundista, cuando Perón decidió condecorar al general Pinochet con la “Orden de Mayo”.
Los tiempos han cambiado y por más fantasías carismáticas que se quieran acariciar, la gran escena pública sólo alcanza para el atril y la sala: en el atril la presidente, y en la sala, una singular platea de ministros, colaboradores y políticos oficialistas cuya exclusiva tarea es sonreír y aplaudir a la señora. El espectáculo es digno de verse. La señora practica con absoluto desparpajo lo que se conoce como el ejercicio gratuito de hablar.
De esta chica pueden decirse muchas cosas, menos que no se haya dado todos los gustos. Habla, hace mohínes, coquetea con el público, chichonea a los amigos, reta, se enoja. El sueño de toda piba de barrio realizado a plenitud. Los hombres rendidos a sus pies; y ella, interpretando en el plano superior de la tribuna los más diversos roles: viuda, madre, militante, chica de su casa. Roles que hacia el futuro siguen abiertos. Todo es posible cuando nadie contradice, nadie contrasta o nadie intenta, aunque más no sea, un tímido contrapunto.
Lo digo con sinceridad: hace casi cincuenta años que sigo diariamente los avatares de la política y nunca me tocó presenciar un espectáculo semejante. La cultura del atril es sin duda el gran aporte que los Kirchner han hecho a la comunicación de masas. No recuerdo en el pasado algo parecido y no creo que en el futuro alguien se anime a tanto.
Imagino las objeciones. “Hay cosas más importantes”, “no nos detengamos en las frivolidades”, “critiquemos las cosas de fondo”. A Oscar Wilde se le atribuye haber dicho que la profundidad está en la superficie. Compartido o no, Wilde sabía de lo que hablaba. De todos modos, no es un tema menor de la política que la señora use la cadena nacional una vez a la semana para impartir sus curiosas lecciones de civismo político. A los que así no lo creen, les advierto que para ellos podrá ser un tema menor, pero no para la señora, que prepara esas intervenciones durante toda la semana.
La comunicación política, la puesta en escena, la estética de los mandatarios, nunca es un tema menor. En política no hay temas menores o mayores: hay temas. Y lo que distingue una cosa de la otra es el modo de abordarla. Se puede ser profundo indagando sobre la estética, y muy frívolo reflexionado sobre los índices de crecimiento de la economía. O a la inversa. Las identidades culturales de los pueblos, se constituyen en la interacción de lo cotidiano. Y en ese universo todo es importante. Mentir, exagerar, equivocarse o irse por las ramas es una tentación que puede estar presente en todos los casos. Pero a la hora de la reflexión política, lo que importa es indagar acerca de cómo se constituye el poder. Ése es el tema. Hay mucha tela para cortar al respecto, pero no está de más saber que el poder circula por todos lados: por la economía, la sociedad, la política; pero también, por los cuerpos, los vestuarios, las palabras.
La cultura del atril es una cultura del poder. El lenguaje de la señora es una señal inequívoca del poder. Esa platea obsequiosa y obediente es una manifestación de poder. No hablo de modas, vestuarios y gestos. Hablo del poder. Del poder tal como pretende ejercerlo la señora. ¿O lucir un vestuario de cincuenta mil dólares no es acaso una manifestación de poder?
La puesta en escena de la cultura del atril pretende identificarse con los cánones del realismo. La intención es hacernos creer que lo que allí sucede es lo verdadero. Y la primera noción de verdad es la señora con sus palabras. Permiso para una digresión. Modestamente, creo que más allá de las intenciones, el escenario está más cerca del kitsch que de otra cosa. El lenguaje, el vestuario, la gestualidad, los tonos de las voces, adscriben a la cultura del kitsch en sus versiones más populares.
Los personajes parecen salidos más de la pluma de Manuel Puig que de alguno de los puntales del realismo. La señora muy bien podría ser Nené de “Boquitas pintadas” o alguna heroína del “Beso de la mujer araña”. Carece de ese halo vital de barrio y noche que tenía Tita Merello, aunque no se debe descartar que sea hacia esos modelos donde ella tienda a inclinarse de manera inquietante. Sobre todo cuando habla de “Él” e insinúa el inicio de una sesión de espiritismo.
Como en todas las ficciones, correspondería advertir que cualquier semejanza con la realidad es pura coincidencia. ¿Ejemplos? La autopropaganda pretende sostenerse sobre la base de cifras y datos. Pueden ser ciertos, como no. La única manera de saldar esa duda sería contrastando los números, una posibilidad que la señora no permite. La puesta en escena en ese sentido es exigente: nadie del público puede intervenir. La tarea de la platea es escuchar. Y aplaudir.
La señora no habla, divaga. Sus palabras recorren las diversas zonas de la realidad con la certeza y la seguridad de que nadie las objetará. ¿Y no es así en todo el mundo? No. No es así en todo el mundo. En los países civilizados, la máxima autoridad política se somete a la interpelación pública o a la conferencia de prensa. Ninguna de esas preocupaciones parecen atormentar el espíritu de “la Viuda del Calafate”.
Tan importante como el atril es la platea. Según se sabe, para participar de esa selectiva élite del poder los protagonistas se esfuerzan por hacer buena letra toda la semana. La caligrafía incluye las más diversas y estrafalarias modalidades de la obsecuencia. Todo está permitido con tal de obtener el permiso para estar sentado en la platea. A las exigencias nadie las pregunta porque todos la conocen: aplaudir y sonreír. Sobre todo cuando los enfoca la cámara.
Los argentinos podemos quejarnos del espectáculo, pero no podemos desconocer que es inédito. No conozco ejemplos en el mundo que se le parezcan. Si alguna semejanza es posible rastrear, esa pertenece a la tradición peronista. Sólo el peronismo ha logrado la hazaña cultural de transformar a la obsecuencia y la alcahuetería en solemnes virtudes políticas. Recuerdo el gesto orgulloso de Cámpora jactándose de su condición de obsecuente. O la expresión de felicidad de Rucci sosteniendo el paraguas del jefe en Ezeiza. O el espectáculo grotesco de los dirigentes del CGT parándose o sentándose cada vez que Perón lo hacía. Pues bien: la cultura del atril pertenece a ese “relato”.
¿Hay otro? Tal vez el que intentó representar Illia, cuando decía : “No le tengamos miedo a la ley. Es la única autoridad no totalitaria”- ¿Interesante, no? Pero ya se sabe que el viejo Illia siempre se distinguió por decir estupideces.