EDITORIAL
EDITORIAL
Educación, no militancia
La decisión de los sindicalistas docentes porteños de dejar sin clases a los chicos en protesta por la resolución de las autoridades educativas de investigar la supuesta teratralización realizada por maestros y directivos es, en el más suave de los casos, exagerada, cuando no facciosa, irresponsable y peligrosa para las instituciones y para la propia sociedad.
En principio, hay buenas razones para sospechar que la puesta en escena estuvo lejos de ser un acto espontáneo, ya que por el contrario hay buenos motivos para creer que se trató de una suerte de provocación deliberada, provocación que contó con un montaje y su correspondiente filmación. Por lo que se ha podido conocer, la “obrita” dedica a los niños incluye burlas hirientes y de abierto contenido ideológico contra las autoridades políticas de la ciudad de Buenos Aires.
Alguien dirá que el humor está permitido en una democracia que merezca ese nombre y que han sido los regímenes autoritarios y las dictaduras militares los que han censurado y perseguido a los artistas que los criticaban a través del humor. La evocación histórica es correcta, pero el ejemplo está fuera de contexto. Una escuela primaria no es un circo o el escenario para un sketch televisivo. A los maestros no se les paga para que hagan propaganda política. En todos los casos, nunca se debe perder de vista que se trata de niños de ocho o diez años y su formación exige otro tipo de exigencias.
En ese sentido, la decisión de las autoridades porteñas ha sido prudente y ajustada a la ley. Los maestros “artistas” serán investigados por lo sucedido pero no están en juego su estabilidad laboral ni sus sueldos. La huelga docente, por lo tanto, tiene un carácter faccioso, se trata de un acto solidario, no con un maestro supuestamente perseguido, sino con un “compañero” atacado por defender sus convicciones “militantes” ante niños de diez años.
Al respecto, habría que preguntarse -aunque más no sea a título de especulación teórica- si la misma teatralización contra la presidente de la Nación, hubiera despertado las iras libertarias de los sindicalistas docentes. La pregunta en cierto sentido es innecesaria, ya que resulta evidente el alineamiento de la docencia porteña con el oficialismo nacional.
De todos modos, y más allá de las pasiones partidarias, lo cierto es que las escuelas no se crearon para hacer proselitismo. Y la exigencia incluye a todos: oficialistas y opositores. Esta elemental verdad republicana parece no ser entendida y, en más de un caso, ha sido puesta en tela de juicio. Lo grave es que desde la más alta investidura del país se avalan este tipo de conductas. En nombre de una hipotética “militancia” -en la mayoría de los casos muy bien rentada- se justifican las prácticas más vulgares del adoctrinamiento escolar, perdiendo de vista que fueron esas prácticas -las de organizar a los niños detrás de banderas partidarias- la preferida de los totalitarismos que asolaron el siglo veinte.