Crónica política
Del relato al verso
Crónica política
Del relato al verso
Un grupo de saqueadores huye, con bienes robados a un supermercado, ante la llegada de la policía. Foto: dyn
Rogelio Alaniz
En los últimos tiempos, el gobierno no gana ni para sustos. Lo espantó el 8N y ahora lo desconcertó el 21D. Antes eran las clases medias, ahora son los pobres. Los motivos y las conductas no son los mismos, pero el destinatario de las imputaciones si lo es. Las jornadas del viernes reeditaron como en una pesadilla las jornadas de 2001, con la diferencia de que ahora nadie le puede atribuir a Duhalde o a Nosiglia las responsabilidades por los desórdenes. ¿Y Moyano? Habrá que probarlo.
Los sucesos recientes han registrado una grieta en el orden social y esto, en cualquier circunstancia, es grave para un gobierno, para cualquier gobierno. El orden político, como dice Raymond Aron, es un bien civilizatorio muy frágil como para arriesgarlo diariamente. Desde la modernidad en adelante, para las clases dirigentes siempre representó un problema de difícil resolución decidir qué hacer con las masas en las calles. La teoría política y la sociología nacieron o se enriquecieron al calor de esos dilemas. Para ello se imaginaron en su momento los más diversos ensayos, las operaciones más sofisticadas y brutales, desde la represión brutal a la construcción de consensos; desde la imposición de la autoridad, a la satisfacción de las demandas sociales; desde la reforma a la revolución.
A lo largo de dos siglos hubo diferentes arreglos, diversos experimentos, singulares utopías, pero ya estamos en el siglo XXI y la asignatura continúa pendiente. La humanidad ha progresado en diferentes niveles, pero aún no sabe qué hacer con sus pobres. Es verdad que hoy en el mundo hay menos pobres y más protección social que hace un siglo, pero no es menos cierto que con la acumulación de riquezas y los avances científicos y tecnológicos logrados, esa lacra de la humanidad debería haber sido superada.
En el siglo veinte, las masas en la calle significaban el anticipo de la revolución social. El fantasma del comunismo recorría las principales ciudades de Occidente asustando a burgueses y aristócratas. En el siglo XXI ese miedo se extravió en el pasado, pero no obstante ello la resolución de qué hacer con las masas insatisfechas quedó pendiente. Hoy los pobres, los desarrapados, no necesariamente salen a la calle encuadrados en sus sindicatos u organizaciones partidarias. Como lo demuestra lo sucedido el viernes, también salen sin conducciones aparentes y su constante no son reclamos de justicia o libertad, sino la puesta en práctica del vandalismo, la depredación, el pillaje. Son los sucios, feos y malos de la película de Scola, los bárbaros del poema de Cavafis, la chusma de “La fiesta del monstruo” de Borges y Bioy.
No son partidarios de ningún orden social superador, tampoco reivindican causas justas ni valores solidarios. Sumergidos en el pantano y el lodo de la miseria, la discriminación y la exclusión, vegetan en los bordes y las cloacas del sistema hasta que una grieta social, una fractura en el orden les permite hacerse presentes con su carga de furia, resentimiento y codicia.
Lo sucedido nos puede disgustar, pero lo cierto es que existe. Es desagradable como el mal aliento o la resaca, pero allí está, inmune a los desodorantes, los perfumes, los analgésicos. Podemos ignorarlos o hacerles las críticas más duras y descalificadoras, decir que son los herederos de la chusma y la canalla de la historia, que son la hez de la sociedad, pero ninguno de esos calificativos logrará dar una explicación de lo sucedido y, sobre todo, una respuesta civilizada a una explosión salvaje. Salvo que alguien crea como mi amigo el taxista, que muy suelto de cuerpo me dijo que había que matarlos a todos.
En las sociedades democráticas, estos estallidos son una imputación ilevantable para los gobiernos de turno que deberían tener la obligación de garantizar el orden por la vía de la represión o el camino de la satisfacción de las demandas sociales. Si un gobierno no es capaz de asegurar el orden por cualquiera de estas direcciones, su legitimidad está seriamente erosionada, su razón de ser como gobierno pierde sentido. Es lo que le pasó a Alfonsin en 1989, a De la Rúa en 2001 y, de alguna manera, a los Kirchner ahora.
Los argumentos acerca de las intrigas y conspiraciones de los presuntos desestabilizadores carecen de relevancia, no porque los intrigantes no existan, sino porque previo a ello hay que explicar por qué se quebró o fracturó el orden social. Incluso podemos hacer las imputaciones más graves, decir que se trata de vulgares delincuentes, de rateros despreciables, de rufianes de la peor calaña, de depredadores que en lugar de robar comida para saciar el hambre, roban televisores, whisky y zapatillas caras.
Todo esto es cierto, pero no alcanza a explicar lo más importante. ¿Y qué es lo más importante? Preguntarse por qué en ciertas circunstancias se quiebra el orden social ¿Qué ha pasado para que quienes están sumergidos en sus miserias cotidianas, en sus pequeñas o grandes granujerias, de pronto se constituyan en una masa decidida a violar las leyes, enfrentar a la policía y asaltar supermercados?
No hay respuestas satisfactorias a estos interrogantes. En otros tiempos se los pretendia justificar en nombre del entorno social explotador y opresivo. Hoy esos argumentos no sirven, no alcanzan y hasta suenan anacrónicos. Es cierto que en esta Argentina productora de alimentos, los pobres no roban para comer, sino para consumir, consumir zapatillas, electrodomésticos, televisores y bebidas caras. ¿Podemos criticarlos por ello? Claro que podemos, pero también podemos tratar de entenderlos como comportamiento individual y hecho social.
¿Entender qué? Entender que la objeción individual que podríamos hacerle a cada uno de ellos por robar, no alcanza a explicar el comportamiento social de personas -porque nos guste o no son personas- que en sociedades consumistas, sociedades que publicitan una temporada esquiando en los Alpes, una noche en un crucero en el Caribe, un paseo en yate, una cena en un restaurante caro, ellos saben que hagan lo que hagan están excluidos de esos beneficios que la publicidad, a veces obscena, de las sociedades de consumo exhiben con desparpajo.
Defiendo el orden, pero trato de entender las causas del desorden. Quienes disponemos de otra situación social, de otros privilegios, en muchos casos ganados honestamente, debemos interesarnos muy en serio por lo que sucede en las orillas de la ciudad, sobre todo cuando esas orillas son cada vez más gruesas y densas. Como decía Sarmiento hace más de cien años, si no lo hacemos por sensibilidad hagámoslo por egoísmo, pero en todos los casos, debemos saber que una sociedad con millones de marginados es un problema que nos atañe a todos y es un problema que no se resuelve de la noche a la mañana. Por eso hay que empezar a resolverlo, resolverlo con mejor educación, con una economía que funcione en serio y con políticas sociales que no sean una coartada para enriquecer a políticos y sindicalistas sinvergüenzas, ávidos de fortuna personal y de redes clientelares dóciles y sumisas.
Lo seguro es que una clase dirigente que pretenda ejercer ese rol debe preguntarse qué está pasando en el subsuelo social, por qué después de tantos recursos económicos volcados en políticas sociales, los desheredados salen a la calle con su odio, su codicia y su resentimiento intactos. El gobierno de la señora no puede hacerse el distraído y mirar para otro lado. O instalarse en el Calafate a disfrutar de las propiedades adquiridas por su marido a precio vil. Después de diez años de relato, después de diez años donde las trapacerías más vulgares e infames se justificaban en nombre de la causa nacional y popular, nos venimos a enterar que la desigualdad social está intacta y que, como en 2001, las napas de la sociedad hieden a estiércol.
Nunca lo olvidemos. Este gobierno dispuso de atributos y recursos multimillonarios para resolver la cuestión social. Una década es un tiempo interesante para evaluar los resultados. Las cifras disponibles han sido multimillonarias, pero los pobres están tan pobres como antes y, como siempre, los únicos que han ascendido en la escala social han sido los funcionarios oficialistas, quienes en esta empresa de salvación nacional se han hecho multimillonarios invocando, eso sí, la causa de los oprimidos.
Desde la señora a Recalde, desde Boudou a De Vido, desde Miceli a Timerman, desde Hebe Bonafini a Fernández, todos se han enriquecido como sátrapas orientales. La pobreza ha sido un pretexto, una coartada moral y una estratagema para acumular rmillones en sus cuentas corrientes. La inclusión social y la justicia no ha sido un relato, ha sido un verso.