Crónica política

De Scioli a la oposición republicana

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Reunión de dirigentes opositores. Parecía ser una foto imposible de lograr, pero los juntó la común resisterncia al proyecto re-reeleccionario que impulsa el oficialismo. Foto: dyn

Rogelio Alaniz

Si hoy me preguntaran cual es el político con más posibilidades de suceder a la señora, diría que es Scioli. Sus virtudes son visibles, sobre todo si se las contrasta con los vicios más destacados de la señora. Moderación, supuesta capacidad de gestión, y peronista. Todas las cartas parecen jugar a su favor. Reúne las virtudes deseables de un opositor y los beneficios del oficialismo, es decir, expresa la realización oficial del sueño peronista. El peronismo sucede al peronismo porque las condiciones han cambiado y el peronismo cambia con ellas, sin dejar de ser el de siempre.

Hasta algunos dirigentes opositores admiten en voz baja que, atendiendo al desastre que van a dejar los Kirchner, lo más saludable es que alguna variante del peronismo se haga cargo de los destrozos. De la confrontación compulsiva de los Kirchner, pasaríamos a la paz resignada de Scioli. Sectores importantes de la sociedad aceptarían con más o menos entusiasmo esta alternativa, sobre todo porque a su alrededor no hay nada mejor o nada más práctico.

¿Está dicha entonces la última palabra? En política esa posibilidad no existe o no debería existir. Scioli es una alternativa posible a los Kirchner, pero no es la única ni tiene por qué serlo. Mientras esa relación fundada en una eficiente ambigüedad se mantenga, Scioli tiene abierto el camino a la presidencia. El problema se le presentaría cuando un desgaste acelerado de los Kirchner pudiera colocarlo ante la sociedad no como la alternativa moderada, sino como un colaboracionista o un cómplice light. La cortina que separa una condición de la otra suele ser muy frágil y los humores de la sociedad muy casquivanos, y a nadie le debería extrañar -por lo tanto- que los mismos que ayer aplaudían hasta la obsecuencia, mañana repudien con la misma energía. En la Argentina estas cosas han sucedido y pueden seguir sucediendo.

Si esto ocurriera, la hora de una oposición de centro izquierda (utilizo la denominación centro izquierda por comodidad) habría llegado, siempre y cuando, claro está, sus dirigentes sepan estar a la altura de los acontecimientos o preparados para asumir responsabilidades mayores. Conviene advertir sobre este requisito, porque en el pasado abundan los ejemplos de dirigentes políticos que no supieron honrar la cita con la historia, pero, sobre todo, porque aún está fresca en la memoria esa suerte de suicidio político practicado por la oposición en las elecciones presidenciales de 2011.

Dicho con otras palabras, si no se une la oposición no tiene destino. Decirlo es fácil pero hacerlo es difícil. Pesan los prejuicios, los recelos, las ambiciones y ciertas miserias humanas que nunca se expresan en público, pero que en determinadas circunstancias suelen gravitar de manera decisiva. Todos estos vicios en las pasadas elecciones pudieron expresarse sin límites. Los muchachos se dieron el gusto de hacer la suya y así les fue. Dos años antes se habían unido y derrotaron al kirchnerismo. Pertenece al mundo indescifrable de la magia o el esoterismo indagar por qué abandonaron aquello que les había dado resultado, por qué lo que anduvo bien fue dejado de lado para practicar lo que se sabía que iba a salir mal.

Organizar una coalición política con reglas internas limpias y propuestas claras para la sociedad es el gran desafío. Es un desafío difícil pero no imposible de concretar. Para ello hace falta un mínimo de lucidez política, un máximo de realismo y una cuota saludable de grandeza. Un político que se precie de tal, debe ser un forjador de coaliciones porque hoy son estos los instrumentos de acceso al poder y ejercicio de la gobernabilidad. Organizar una coalición implica hacerse cargo de que hay que negociar algunas coincidencias porque obviamente no todos piensan ni representan lo mismo. ¿Son tan insalvables las diferencias? No lo son, y esperemos que las ambiciones tampoco lo sean.

Hoy no hay otro camino para construir una mayoría política nacional que el de la construcción de coaliciones, coaliciones articuladas alrededor de algunos mínimos objetivos, dejando a la creatividad de la política la expectativa de resolver aquellos puntos sobre los que en cierta coyuntura no hay acuerdo. Asumir la exigencia de la coalición implica, además, hacerse cargo de que un solo partido no alcanza; pero también, de que nadie dispone de una versad revelada, ya que aquello que llamamos verdad debe ser sometida a las exigencias de una práctica social y política abierta.

Desde Maquiavelo a la fecha, se sabe que el único error que un político no puede permitirse es el de la ingenuidad. Los partidos tienen intereses propios que deben atender, los dirigentes disponen de ambiciones que tienden a gravitar en sus decisiones, los actores políticos no siempre reúnen todos los méritos deseables, y sus pasados no suelen ser un dechado de transparencia y virtud. Las dificultades de la construcción política provienen de la exigencia de lidiar con todos estos imponderables. Y sin embargo, si estos desafíos no se resuelven correctamente, la política fracasará y su derrumbe precipitará al agujero negro ambiciones, pasiones e intereses.

Una coalición política es exitosa cuando articula lo heterogéneo y crea condiciones internas que obliga a los partícipes a quedarse adentro, porque perciben con estremecedora certeza que afuera los esperan la soledad y el frío. En una coalición hay recelos, rechazos, disidencias, pero cuando la coalición funciona sus integrantes soportan todo, no porque sean buenos, sino porque saben que dar el portazo e irse es mucho peor.

Esta calidad de unidad política en la Argentina no se ha logrado aún. Las torpezas y errores de 2011 demostraron que estaban todos más dispuestos a privilegiar las diferencias que los acuerdos. Cada uno de los dirigentes se sintió un líder carismático capaz de arrastrar a las multitudes y a los otros dirigentes detrás de su magia. Los resultados de semejante despropósito están a la vista: la señora le sacó cuarenta puntos de ventaja al segundo.

Ahora se abre una nueva oportunidad que permitiría compatibilizar los intereses partidarios con los objetivos estratégicos. Ningún partido debe sacrificarse, pero ningún partido puede exigir que los otros se subordinen a sus intereses. Si el objetivo es la unidad, lo que se impone son reglas del juego claras para el funcionamiento y la selección de los candidatos. Como en cualquier sociedad donde asisten intereses diversos. De más está decir que las reglas acordadas deben respetarse al pie de la letra. Un clima mínimo de confianza siempre es necesario como punto de partida, ya que es muy difícil sostener una estrategia acuerdista entre dirigentes que se detestan y se desconfían.

Por último, conviene insistir en las responsabilidades personales de los dirigentes. De ellos depende en primer lugar el éxito o el fracaso de una estrategia. Por otra parte, es lo mínimo que se le puede exigir a quien se presenta como dirigente. Es falsa, o por lo menos incompleta, la teoría que sostiene que son las condiciones estructurales las que empujan a los dirigentes a hacer incluso lo que no quieren. Esto puede ocurrir en situaciones históricas excepcionales, pero no es lo habitual.

¿Programas? Son importantes para definir una identidad, pero lo que hay que hacer en esta etapa ya está escrito. En todo caso, lo que importa es que cada partido recurra a sus mejores recursos humanos para cumplir con lo que se dice. En la Argentina, los problemas no se derivan de lo que se propone, sino de lo que se hace y se teje en las sombras, que suele ser lo opuesto de lo que se prometió. El principio vale para todos.

Alfonsín -en 1983- hizo su campaña con el Preámbulo de la Constitución. En líneas generales el programa de hoy ya no es el Preámbulo, sino los artículos de la Constitución. Los principales, aquellos que tienen que ver con la república democrática, la división y control de los poderes, el respeto al federalismo político y económico, la plena vigencia de las libertades.

Los objetivos son sencillos y al mismo tiempo complejos. El gobierno que llegue al poder no puede ser una versión edulcorada del kirchnerismo. Al respecto, es necesario decir que los Kirchner son la última expresión política del siglo XX, la versión corrompida y decadente de un fracaso: el fracaso del populismo. Ya es hora de comenzar las tareas del siglo XXI. Se trata de fundar la república, consolidar la nación y fortalecer el mercado en un mundo cada vez más globalizado y competitivo. La convocatoria para esta tarea debe ser amplia y generosa. Trasciende los límites anacrónicos impuestos por las categorías de derecha e izquierda. Una coalición opositora que se proponga -desde el más estricto realismo- estos objetivos, debe saber que es más importante sumar que restar y que siempre es más aconsejable que a los límites o las exclusiones los imponga la realidad y no los prejuicios de la rutina política.