Rogelio Alaniz
Tal vez el triunfo político más importante del kirchnerismo sea el de haber convencido a una mayoría significativa de argentinos de que no hay oposición, de que el gobierno puede tener defectos, algunos evidentes y notorios, pero que, en el peor de los casos, es lo menos malo. El argumento se justifica en nombre de ciertos datos de la realidad, pero en el fondo es falaz y tramposo porque en lo fundamental se trata de un dispositivo tendiente a asegurar la permanencia en el poder del oficialismo, desmoralizando y desmovilizando a la sociedad que carecería de alternativas o la única alternativa posible sería la que presenta el kirchnerismo.
Sobreviven en estos argumentos retazos de mitos nacionales cultivados por el populismo en las últimas décadas. Pertenecen a la cantera ideológica de quienes alguna vez dijeron que el peronismo era imbatible en las urnas, hasta que llegó Alfonsín y demostró lo contrario; son los mismos que luego dijeron que el peronismo era imbatible en la calle, hasta que en el 2008 el “campo” demostró una capacidad de movilización que triplicó y cuadruplicó al oficialismo; son los mismos que dijeron que las multitudes los amaban, hasta que las multitudes salieron a la calle con las cacerolas y en todas las ciudades del país el régimen y su líder fueron abucheados y condenados como nunca antes había ocurrido en la Argentina. En definitiva, son los mismos que dicen ahora que deben quedarse para siempre en el poder porque son los únicos que saben gobernar.
El argumento carece de seriedad teórica y responde más a la picardía política, al afán si se quiere primario de un régimen para asegurar su permanencia en el poder, que a algo que pretenda constituirse como una verdad histórica o política. Desde ese punto de vista, las posiciones del oficialismo no son sostenibles teóricamente, si no fuera porque un sector importante de la población, franjas de independientes e incluso de opositores, están dispuestos a creer en este prejuicio sin beneficio de inventario.
Digamos que puede entenderse que un régimen que ha demostrado una vocación de poder cuyo impulso no vacila en atropellar instituciones y límites políticos -hasta expresar el intento más serio y sistemático que se conoce desde 1983 a la fecha por instalar una dictadura-, se esfuerce por seducir al sentido común de la sociedad con la idea de que ellos son los únicos convocados por la historia o por Dios para gobernar el país. Lo que se entiende menos es que los opositores consuman alegremente la medicina de resignación y conformismo que les brindan los hechiceros de turno.
Los regímenes populistas se sostienen en el poder gracias a los fanáticos que movilizan a través de la demagogia y a los resignados que paralizan a través del miedo o la resignación, aunque a decir verdad el populismo criollo en versión kirchnerista muchos fanáticos no moviliza, un rasgo diferenciador del chavismo, por ejemplo, al que hay que admitirle un liderazgo carismático que los Kirchner -Ella y Él- están muy lejos de haber adquirido.
No movilizan fanáticos, pero sí corrompen y lo hacen con cinismo, desparpajo e impunidad. El populismo en ese sentido hay que pensarlo como una formidable y monstruosa maquinaria de corrupción, de estímulo a las pasiones primarias, de culto a la irracionalidad y desprecio a las normas. Lo que toca corrompe. Corrompe a las clases altas con negocios subsidiados, blanqueos y beneficios insólitos; corrompe a las clases medias con consumismos livianos, corrompe a las clases populares con planes sociales esclavizantes, prácticas culturales alienadas y circo, mucho circo.
Corrompe ideales, causas justas, reivindicaciones históricas. Ni integración social, ni movilidad ascendente, ni libertad política. El populismo arrastra a una sociedad hacia el fracaso, y el padecimiento puede ser prolongado porque logra convencer a la gente de que ese es el mejor camino posible, que las virtudes son vicios y los vicios virtudes, que es mejor no trabajar que trabajar, que es más digno ser sometido que libre, que es más útil no pensar por cuenta propia que pensar, que la inteligencia es una carga indeseable, que la cultura un objeto a desconfiar, salvo que estimule o aliente la barbarie, y que la culpa de todos los males que nos agobian siempre la tienen los otros.
Curiosamente, el régimen que invoca ser el titular de las pasiones populares, en el único espacio en donde ha despertado alguna pasión más o menos genuina, ha sido entre universitarios, pequeños burgueses que se suponen “progres” e intelectuales que creen estar saldando existencialmente las asignaturas pendientes de la década del setenta. Allí empiezan y concluyen las adhesiones sinceras, a decir verdad más dignas de ser evaluadas por un psiquiatra o un psicólogo que por un cientista social. Las demás adhesiones provienen del dinero, los cargos públicos bien rentados y las oportunidades de hacerse millonarios de la noche a la mañana, en definitiva, la suma de triquiñuelas, ruindades morales y granujerías que practican diariamente esa suerte de agencia de colocaciones conocida con el nombre de “La Cámpora” y otros sellos afines, todos muy entusiastas a la hora de reivindicar gestas que no conocieron y mucho menos vivieron, aunque hasta la fecha la única víctima que pueden exhibir caída en la lucha, lo haya hecho no en los altares de la revolución social, sino en los de Onán.
¿No hay oposición entonces? ¿Esta es la Argentina que queremos? ¿Éste es el trofeo que le vamos a dejar a nuestros hijos y nietos? ¿Amado Boudou es el hombre nuevo? ¿Aníbal Fernández es el ejemplo a seguir? ¿D’Elía es el modelo popular? ¿Cristóbal López y Spolski son los empresarios nacionales a imitar? ¿6,7 y 8 es el periodismo que nos merecemos? ¿Oyarbide y Zaffaroni son los paradigmas de la justicia? ¿Los obsecuentes y serviles, siempre dispuestos al aplauso fácil y al sonrisa obsequiosa, es la opinión pública que necesita la República?
Contra toda esperanza, quiero creer en que la oposición existe, con dificultades, con desencuentros, con errores, pero existe. Es social y política. Es la que sale a la calle, la que protesta, la que dice que no y se rebela. Es también la que en estos días se lució en la Cámara de Senadores oponiéndose a ese pacto de la impunidad y la vergüenza que es el memorándum con Irán; son los diputados y senadores, dirigentes gremiales y políticos que no bajan los brazos, que resisten a pesar de todo; son los periodistas que no reciben sueldos del poder, los militantes que no están rentados por el presupuesto.
Puede que esté desorganizada, pero está, es visible, se la ve, se la escucha. Pero incluso, si como creen algunos, no estuviera, existiría la obligación moral de ponerla en pie. Hay que decirlo y saberlo. Sin oposición no hay República, no hay democracia, no hay convivencia civilizada; sin oposición que controle y limite hay luz verde para la corrupción y el autoritarismo, sin oposición desaparece la Argentina tal como la conocieron y la vivieron nuestros abuelos y nuestros padres.
Cuando escucho a opositores del gobierno quejarse porque no hay oposición, sospecho que lo que desean es otro caudillo, un Menem o un Kirchner, algo diferente a ellos pero con los mismos vicios, un caudillo que, como se dice ahora, construya poder con la caja, que reitere todos y cada uno de los vicios que condenamos y padecemos. En definitiva, un populista más, de derecha, de centro o de izquierda, pero populista. Si ésa es la oposición que se desea, prefiero que sigan los que están. Si los que van a suceder a los Kirchner van a hacer lo mismo que ellos, tal vez con otro discurso, entonces sí creo que no hay oposición. Si los que llegan al poder sólo se diferencian de los anteriores por el color del pelo o la marca de la ropa, entonces sí creo que estamos condenados.
Ahora bien, ¿acaso no hay otro camino para la oposición que no sea parecerse a quien se pretende desplazar? ¿Otra vez un caudillo rodeado de incondicionales ávidos de poder y riquezas? ¿Otra vez un caudillo enfermo de gloria, imponiéndonos su corte de obsecuentes, sus esposas histéricas y sus hijos más o menos estúpidos?
¿No hay otra alternativa? Creo que la hay, creo que debe haberla, porque si así no lo creyera no estaría escribiendo esta columna. Los argentinos sabemos lo que hay que hacer, sobran experiencias y dolores acumulados para ignorar cómo se organiza una sociedad y cómo se crea riqueza y justicia, derechos y deberes, orden y progreso. Lo que hay que hacer está escrito y está experimentado. A la clase dirigente le corresponde lo suyo, pero la que debe pronunciarse, dar el veredicto legítimo y definitivo es la sociedad. Esto es bueno saberlo de una vez por todas: o la Argentina futura depende de un caudillo o depende de todos. O autocracia populista o democracia republicana. De la respuesta que demos a este interrogante depende el futuro de la Argentina.