“En trance”
“En trance”
Abriendo los cajones de la mente
Imagen especular: las reflexiones distorsionadas en la puesta de Danny Boyle son un juego con otro tipo de imágenes que se repiten pero diferentes. Foto: EFE
Ignacio Andrés Amarillo
Arranquemos con una reflexión: “En trance” no está recomendada para los que no disfrutaron de los complejos filmes de Christopher Nolan como “Memento” y “El origen”, o se perdieron con el ritmo narrativo que usó David Fincher en “Red social” o “La chica del dragón tatuado”. Porque el polifacético Danny Boyle arranca con gran dinámica visual el intrincado guión craneado por Joe Ahearne y John Hodge, que parece comenzar trepidante y lineal, para luego empezar a expandirse para todos lados.
Todo comienza con un ataque para robar una pintura, “Brujas en el aire” de Francisco de Goya, mientras está siendo subastada. Simon Newton, empleado de la empresa de subastas, queda como un héroe al tratar de salvar el cuadro, pero en realidad está conchabado con los ladrones, liderados por el profesional Franck. Una sobreactuación de los dos hace que Franck le pegue un fuerte golpe en la cabeza a Simon.
A continuación se dan dos hechos: el estuche donde tendría que estar la pintura está vacío, y Simon no se acuerda qué hizo con la misma. Cuando por las malas los malandrines se dan cuenta de que realmente se trata de un caso de amnesia y no una treta del muchacho, a Franck se le ocurre recurrir a una especialista en hipnosis llamada Elizabeth Lamb. Primero sin que ella sepa, pero luego la banda se verá envuelta en una sociedad con ella, tratando de extraer de la cabeza de Simon el paradero del lienzo.
La historia empieza a combinar el juego de intrigas entre las partes involucradas (la suculencia de la terapeuta nos hace saber de entrada que algún componente sexual habrá), con la exploración de los recovecos de la mente de Simon, en un viaje en el que se empiezan a mezclar las imágenes que la terapia hipnótica le genera. ¿Se las genera? ¿O cada imagen es una referencia de algo más? La trama se seguirá enroscando hasta que en el final empecemos a dudar de lo que vemos, y descubramos el verdadero secreto que se esconde en la mente del protagonista.
Narración abierta
El guión hace “funcionar” la historia porque es lo suficientemente inteligente como para hacernos suspender la incredulidad ante un montón de tópicos: nunca se ha visto una banda de ladrones que contrate una hipnotista, o que ésta tenga una influencia sobre la mente que reíte de Tu Sam. Seguro que además le saldrán al cruce teorías psicológicas analizando su coherencia o no (en estas páginas analizamos en su momento las discusiones de los físicos en torno al argumento de “Looper”, por ejemplo), pero a los fines narrativos consigue los objetivos, aunque después de la última vuelta de tuerca podríamos ver si en el final no se disipa un poco (más allá de la picardía en el remate).
Boyle vuelve a usar su artesanía para la narración visual, con el manejo de los flashbacks, recurso en el que basó sus dos últimos éxitos, “¿Quién quiere ser millonario?” y “127 horas”: si en esos casos eran las ventanas que se abrían a partir de un presente narrativo concreto (el concurso televisivo, el explorador atrapado en la roca), acá el juego se le abre mucho más: el relato avanza hacia adelante, mientras se despliegan retazos del pasado mezclados con las cajoneras de la mente que Elizabeth le abre a Simon, plagadas de imágenes oníricas que representan otra cosa, otra escena sublimada: un vestido, un auto, un llavero azul (a David Lynch le encantaría) volverán a presentársenos de maneras varias (ya que estamos, podríamos hablar de “fuga psicogénica inducida”, para usar un término lyncheano).
Boyle sigue jugando con imágenes que se repiten pero diferentes, en aquellas tomas donde hay una ventana, un espejo: ingenioso detalle...
Personajes con espesor
Por supuesto, otro elemento clave son los intérpretes elegidos para guiarnos en el berenjenal. Y el triunvirato elegido es altamente solvente: James McAvoy como el atribulado Simon, lleno de secretos escondidos en su cara de buenito, capaz de transfigurarse en algo temible de un momento a otro. Su contracara está en Vincent Cassel, que con su Franck reincide en un personaje que le queda comodísimo: criminal de alta gama, capaz de pasar de la risa a la violencia, y de dar miedo cuando explota (buena parte de su filmografía pasa por ahí), aunque con algunos giros que lo sacan del cliché.
Por supuesto, la clave pasa por Rosario Dawson como Elizabeth. No porque Boyle se engolosine en retratar su generosa y trigueña anatomía como si fuese Goya mismo ante su Maja desnuda (con una diferencia explícita, que el espectador no podrá evitar), ni porque sea la encargada de consolidar la tensión sexual de la trama, sino porque debe lidiar con el personaje más complejo: el más indefenso pero a la vez el más poderoso, el que quiso escapar pero es dueño de todas las llaves.
Todo esto se combina para demostrar que en los cajones de la mente humana se esconden cosas mucho más peligrosas que en los de la mesa de luz de un ladrón de cuadros...
Buena
“En trance”