editorial
Descalabro educativo de la Argentina
El incremento cierto de la inversión educativa no tiene correlato con los resultados cosechados en las aulas.
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Descalabro educativo de la Argentina
El incremento cierto de la inversión educativa no tiene correlato con los resultados cosechados en las aulas.
A comienzos del siglo XX la Argentina era “el granero del mundo” pero también el faro de Sudamérica en materia de educación. Era impresionante el nivel de escolaridad logrado en el transcurso de la segunda década de esa centuria, proceso que incluía la rápida argentinización de los hijos de una inmigración masiva.
Con los años, la universidad argentina surgida de la reforma de 1918, conjugará notables grados de calidad educativa y apertura a segmentos populares, incluidos los procedentes de una inmigración reciente, fenómeno sintetizado en la renombrada obra teatral de Florencio Sánchez: “M’hijo el dotor”.
Esta extensa historia de la enseñanza en el país, generadora de saberes habilitantes para el trabajo y para el desarrollo de una genuina capacidad electoral -pilares de una democracia moderna-, inició su curva declinante en los ‘60, década marcada por la cicatriz de “la noche de los bastones largos”. Ese episodio represivo, ocurrido en la Universidad de Buenos Aires, en 1966, emblematiza el retroceso de un camino que se había iniciado en las últimas décadas del siglo XIX. Ahora, la caída parece no encontrar límite.
Mal que le pese a la presidenta de la Nación, Cristina Fernández de Kirchner, el incremento cierto de la inversión educativa no tiene correlato con los resultados cosechados en las aulas. Cada ingreso a la universidad es un parto. Y la masividad de los bochazos echa luz sobre una cruda realidad; el sistema de enseñanza es deficitario, y no lo compensan ni por asomo los cursos de articulación que preparan el paso de la educación secundaria a la terciaria. El dato brutal que ofrecen las cifras del ingreso universitario, se corresponde con la triste información que aporta cada tres años el resultado del Programa Internacional para la Evaluación de Estudiantes de 15 años, popularizado por su sigla en inglés como examen Pisa. Esa prueba comprende a más de medio millón de estudiantes pertenecientes a los países que integran la Organización Mundial del Comercio y Estados adheridos. Esta vez, la Argentina bajó otro lugar para ocupar el puesto 59 sobre un total de 65 países examinados. Frente a esta lastimosa comprobación que compromete el futuro de la Argentina, el ministro nacional de Educación, Alberto Sileoni, sólo tuvo una reacción autocomplaciente. Dijo, en una frase mal construida: “No les fue bien a todos los países de la región”.
Lo real es que nuestro país sigue cuesta abajo en la rodada mientras que China, los países del sudeste asiático y las naciones nórdicas son cada día más competitivas en términos de producción de saberes y estímulo de la inteligencia. En este sentido, la Argentina tiene mal diagnóstico y peor pronóstico. Todos los déficits de la actualidad proyectan una nube ominosa en el porvenir. La educación se hace paso a paso y año tras año. Es un proceso lento y los resultados, buenos o malos, se recogen en el futuro. Más grave aún, el presente educativo de nuestro país es malo, y las perspectivas son peores. Las causas son múltiples y concurrentes. Empiezan en las familias, siguen con las escuelas y los docentes, y culminan en las autoridades. Todos hablan del valor de la educación, porque es políticamente correcto, pero la valoración se queda en el plano del discurso. La familia, fragmentada, desguazada por realidades socioculturales y urgencias económicas, ha dejado de ser la eficaz formadora básica de los chicos. La escuela ha perdido calidad en su planta de educadores, y a menudo los intereses sindicales pesan más que la función educativa. Las autoridades, a su turno, se preocupan más por la proyección propagandística de sus acciones escolares que por los reales niveles educativos de la escuela pública. Y ese es un combo letal para la educación bien entendida.
Nuestro país sigue cuesta abajo en la rodada mientras que China, los países del sudeste asiático y las naciones nórdicas son cada día más competitivos.