“Agosto”
“Agosto”
Familia en naufragio
Barbara Weston (Julia Roberts) y su madre Violet (Meryl Streep) en un momento de intimidad en medio de la crisis.
Foto: Gentileza The Weinstein Company
Ignacio Andrés Amarillo
Tracy Letts ha logrado algo admirable en “Agosto”: combinar elementos que podemos encontrar en la tradición de la tragedia griega (el destino inexorable que se acerca cuando se le rehúye, las falsas opciones que traen pena sin importar lo que se elija, incluso las relaciones prohibidas); en las “películas sobre familia” europeas (la crisis intergeneracional, los abandonos, el adiós a las formas de vida tradicionales); la dramaturgia familiar argentina a lo Daulte o Spregelburd (con su saturación de cuñados insoportables y suegras locas); y el más duro culebrón venezolano (con sus infidelidades, sus incestos, sus paternidades ocultas). Y todo eso sin que deje de ser una obra absolutamente estadounidense, con sus puritanas iglesias bautistas, la rusticidad del Medio Oeste (que fuera el Salvaje Oeste) y esa especie de crisis moral crónica que tanto atrajo a John Kennedy Toole y J.D. Salinger. A su manera, Letts hizo de “Agosto” su propia Gran Novela Americana.
Y la transposición al medio cinematográfico era un desafío, pero que se resuelve con buenos resultados. El dramaturgo unió esfuerzos con el director John Wells para una reescritura que incluya todo lo que obra pueda echar en falta, empezando por los paisajes del condado de Osage que especifica el título original, con sus planicies y su insoportable calor, que se van metiendo entre las persianas cerradas de la casa de la familia Weston.
Por lo demás, y aunque sin haber visto la puesta teatral, se pueden intuir el formato original (especialmente en la cena del funeral, la charla entre las tres hermanas, los momentos de intimidad y los grupales), Wells se las apaña para que nunca parezca “teatro filmado”, y que las actuaciones logren el naturalismo que el formato cinematográfico demanda sin que pierdan potencia esas frases precisas y afiladas: “Gracias a Dios que no podemos predecir el futuro, nunca podríamos salir de la cama”, dice Barbara en algún momento, y no es de las cosas más duras que le toca decir.
Reunión obligada
El disparador de la trama es la desaparición de Beverly Weston, un ex profesor y bebedor de campeonato, que lleva décadas casado con Violet, quien sufre de cáncer de boca pero consume pastillas en volúmenes mucho mayores a lo que cualquier ser humano necesitaría. Esa crisis reúne a las tres hijas del matrimonio: Barbara, la “favorita del padre”, la que tiene una personalidad tan dura como la de su madre, que se está separando pero nadie lo sabe y va con su marido e hija adolescente; Karen, la superficial que vive “la vida loca” con “su hombre de este año”, que quiere sentar cabeza aunque no le crean; y Ivy, la que se quedó a “vestir santos” (o eso parece) por permanecer cerca de sus padres cuidándolos.
Como si fueran pocos, también llegarán Mattie Fae (hermana de Violet, la “favorita de su madre” y quien la protegió alguna vez), su marido Charlie, un hombre bueno y sencillo, y su hijo “pequeño Charles”, especie de niño grande al que dan por tonto y torpe: “Ya me di por vencida con él”, dirá su madre delante suyo.
Como la historia empieza a tomar desvíos inesperados rápidamente, no abundaremos mucho más. Lo que sí podemos decir es que son dos horas de una “montaña rusa” emocional (que pasa por la comedia llana, el grotesco, la crueldad exaltada y las revelaciones fatídicas) que pueden dejar extenuado a más de un espectador.
El score, a cargo de “nuestro” Gustavo Santaolalla, se mueve discreto entre los intersticios, combinándose con canciones viejas y nuevas, centradas especialmente en el folk. Como dato de color, la canción de los créditos (“Last mile home”) está a cargo de los Kings of Leon, la banda integrada por los hermanos y primos Holloway: una familia de Nashville con tanto alcoholismo e internas como para empardar a los Weston.
Seminario actoral
Por supuesto, por todo lo antedicho (el texto fue pensado para que todos tengan oportunidad de lucimiento y buenos diálogos), la mesa estaba servida para que presenciemos un banquete actoral donde todos los convidados alcanzan niveles de perfección, más allá de lo pequeño o grande que sea su rol.
Aunque sea difícil no quedar opacado por el “huracán Streep”: la veterana Meryl saca ventaja construyendo una Violet compleja, que sale del delirio y el alocamiento para convertirse en Cruella DeVille. La maldad de Violet (que tiene un trasfondo de pasado difícil, o sea que no es una villana de dibujos animados) es a veces por gusto y a veces es una maldad banal (diría Hannah Arendt), casi por omisión.
Julia Roberts (Barbara) demuestra que no es sólo una “mujer bonita” (nunca ha dejado de serlo, en todas sus edades), mostrándose como una actriz madurísima, con una gestualidad riquísima. A Sam Shepard le alcanza muy poco (ya con el comienzo) para dar mucho. Juliette Lewis hace su reingreso en grande en el cine, irreconocible como Karen, alejadas (actriz y personaje) de la babyface de antaño. La ultrapecosa Julianne Nicholson (que viene fundamentalmente de la televisión, donde se la recuerda por la serie “The others” y las magníficas últimas temporadas de “Ally McBeal”) es una Ivy sensible y devastada.
Chris Cooper, aquel vecino de “Belleza americana”, se viste con la piel de Charlie Aiken, ese hombre sencillo, tosco, pero honesto, digno y sin maldad, quizá el mejor tipo de toda la reunión. Ewan McGregor (otro bastante irreconocible) hace un Bill (marido de Barb) muy moderado y contenido, en parte por la culpa y en parte porque se parece un poco a su suegro. Abigail Breslin (la otrora “Pequeña miss Sunshine”) le presta rostro y carnadura a Jean, la hija adolescente de Barb y Bill, retraída y abrumada por ese mundo al que no siente pertenecer.
Benedict Cumberbatch como el pequeño Charles se sale de sus interpretaciones habituales (el malévolo Khan de “Star Trek”, las voces del Nigromante y Smaug en “El Hobbit”) para crear al ser más tierno de la familia, adorable en su necesidad de dar y recibir afecto.
Margo Martindale construye con destreza a Mattie Fae, la hermana de Violet, tan compleja como ella y con sus propios trapos sucios, detrás de su imagen de tía metiche y madre desnaturalizada. Dermot Mulroney vuelve como galán (maduro) como Steve, el prometido de Karen, que de todos modos tiene tiempo para arruinar la cosa. Y por último cabe mencionar el trabajo de Misty Upham como Johnna, la empleada cherokee que contrata Beverly antes de irse: casi sin hablar, es testigo del naufragio de la familia (aunque le toque involucrarse llegado el caso), y con su rostro y su gestualidad dice muchísimo.
En definitiva, un seminario del Actor’s Studio puesto en acto y por el precio de una entrada de cine. Pero eso sí, estimado lector, vaya preparado: que la memoria emotiva no lo abrume.
excelente
“Agosto”