“Tarde abedul”, de Alejandra Mendez
“Tarde abedul”, de Alejandra Mendez
Un pensamiento alto como un árbol
Marta Ortiz
Tarde abedul, primer poemario editado de Alejandra Mendez (1979, San Cristóbal), abre un interrogante: escribir poesía: ¿un destino o un desatino? Dice el epígrafe de E. Pound: “Eres violetas agitadas por el viento./ Una niña tan alta eres;/ Y todo esto es un desatino ante el mundo”; los versos de Antschel (Celan), agregan: “Me creció un pensamiento/ (alto como un árbol) en la mano”. Antes, Alejandra había escrito: “El poema debe dejarse morder/ por un hombre casi como en el silencio”. Entre estas líneas marcadas se sucede la escritura de Tarde abedul, libro que, si en su conjunto cobrara la forma de un caligrama, veríamos alzarse sobre el papel blanco un árbol de versos, más precisamente advertiríamos un abedul de tronco firme y corteza fina y sedosa como de papel donde inscribir la letra, porque de abedul es la raíz que alimenta a la poeta, de abedul la fuerza líquida que empuja desde el origen (el desatino/destino de ejercer la poesía: la savia/sabia, alimento de exilios varios en el entramado ancestral).
Ordenado como un árbol genealógico, Tarde abedul rescata los orígenes familiares -“Raíz”; se detiene en el primer brote de sombra que cobijó la infancia “Al pie”; sube por el tronco jugoso de savia nueva o el descubrimiento del Otro (que no soy yo pero es mi espejo), miradas que mutarán en poesía “Tronco”. Los días y sus tardes de palabras, juegos de memoria y olvido (palabra sostén que el viento arremolina en lo alto del ramaje), el lugar asumido de cara a los contenidos sociales: el color y la textura de “Ramas”.
“Raíz” reúne las voces ancestrales desenterradas. Conmueve la evocación de la abuela rusa: la imagen que el ojo fija la ve atravesar las heladas tierras nativas: “el frío nómada que solo/ un samovar lleno lo calma”; el relato tatuado en la memoria va naciendo poesía, las “épicas” cotidianas brillan en los ojos helados de Lena. La misma tanza enhebra al collar otros abalorios que anudan los rescates necesarios: la historia del abuelo polaco Bronislaw y la imagen de la abuela que aportó a la raíz el brillo cantábrico: es posible oír, tras la lectura de “Caracola” la rompiente de acantilados a lo lejos. Lo alquímico derivado del batido de sangres múltiples son muchos de los tu que dialogan con la voz del yo asumido como depositario del legado atávico.
“Al pie” encierra una categoría espacial: lugar de origen, punto de partida: el pueblo natal, sus pasarelas y andenes. Se reitera la hora de la tarde que evoca la forma del abedul “el aroma del viento/ trae de los árboles aquel invierno”. Ancestros, lugar y tiempo dan forma a la cantera donde abreva la poesía de Alejandra, lugar donde la lluvia se acompasa o se crispa, donde hay nieve y dolor, la pampa gringa y sus pájaros y árboles y también el río: “Al Colastiné bebemos por paisaje/ los poetas de viento húmedo”.
“Tronco” y “Ramas” completan la silueta del árbol. El yo se ha desplazado a la experiencia de la otredad. “No hay resguardo del destino”: la evidencia niega el desatino, escribir poesía es para Alejandra Mendez un “destino”: el vuelo ingobernable de una sintaxis propia, desobediente en el juego lúdico y en la sabia decisión de desafiar las retóricas vigentes; el trabajo sobre la letra delata la laboriosidad de la hormiga, símbolo preciso que identifica un modus operandi caro a la poeta. Si de descifrar su código genético se trata “yo (es decir) esta casa blanca/ de pálida luz en cencerros/ [...]/ yo (es decir) pueblo, soledad/ garganta o fantasma”, la poesía es clave dominante.
El libro ha sido editado por La Pulga Renga Colectivo Editorial, Rosario, 2013.