Crónicas de la historia

La noche que lincharon al amigo de San Martín

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Rogelio Alaniz

Hasta el día de su muerte, el General San Martín guardó en su billetera un retrato en miniatura del General Francisco Javier Solano, marqués del Socorro. Diversos testigos dan cuenta de ese pequeño retrato que acompañó a San Martín desde Cádiz hasta Boulogne Sur Mer. En Buenos Aires, Córdoba, Mendoza, Santiago y Lima, los amigos mencionan este detalle. Pocos días después de la muerte de San Martín, Balcarce -su yerno- le escribe a Mitre y se refiere a esa miniatura que estaba entre las pertenencias íntimas del general.

Para un hombre tan sobrio en la manifestación de sus afectos, esa “lealtad” con un retrato llama la atención. San Martín nunca se explayó en detalles acerca de su relación con el General Solano, pero quienes lo conocieron saben que cada vez que se refería a él lo hacía con mucho respeto, indisimulado pesar y cierto sentido de la culpa que le provocaba el recuerdo de la tragedia que le había tocado vivir en Cádiz aquella aciaga noche del 28 de mayo de 1808.

San Martín tenía entonces treinta años, y desde 1803 estaba destinado con el grado de capitán a Cádiz, donde se desempeñaba como edecán del General Solano, gobernador de Cádiz y capitán general de Andalucía. Solano era considerado con justicia el militar más talentoso de España, el oficial que había ganado todos sus ascensos en los campos de batalla y que sumaba a su genio militar una refinada cultura humanista, adquirida a través de las lecturas de los clásicos de la Ilustración.

Solano había nacido en Caracas el 10 de diciembre de 1768. Hijo de nobles españoles, estudió en el Real Seminario de Nobles de Madrid y se forjó como soldado en los habituales combates que la monarquía española sostenía en esos años, a veces contra Francia, a veces contra Inglaterra. Su inteligencia, su coraje, su linaje familiar lo llevaron a ser el oficial más prestigiado de la Corona.

Apenas instalado en Cádiz, Solano se ocupó de que San Martín fuera su edecán. Era diez años mayor que el joven capitán, y de alguna manera fue su maestro. Para 1803, Solano era Venerable Maestro de la Logia Integridad número 7 e iniciará a San Martín en los ritos de la masonería, como correspondía a los oficiales identificados con las ideas liberales de la Ilustración. En esos menesteres San Martín no estaba solo. Cádiz, en aquellos años, era un centro cultural y político donde circulaban las ideas más avanzadas de su tiempo. Uno de los centros de circulación y debate de ideas eran las logias, en las que militaban Carlos Alvear y, por ejemplo, Alejandro Aguado, íntimo amigo de San Martín y su generoso benefactor cuatro décadas después durante su exilio en Francia.

El levantamiento del pueblo español contra la ocupación napoleónica iniciado en Madrid el 2 de mayo de 1808 representó el punto de partida de la resistencia popular. El llamado de Madrid a todas las ciudades de España se extendió a lo largo de toda la nación. En Sevilla se constituyó una junta. Y desde allí enviaron un delegado a Cádiz para que adhiriera al levantamiento. El General Solano convocó de inmediato a una junta de generales y almirantes. El debate que allí se abrió no puso en discusión la justicia del levantamiento armado, pero Solano advirtió que en Cádiz la situación reclamaba prudencia, porque en la bahía estaba anclada la flota francesa.

La opinión de Solano era clara: “Mientras los buques españoles estén mezclados borda con borda con los franceses no se puede declarar la guerra. ¡Dadme dos días! Es necesaria una tregua, de lo contrario será un sacrificio inútil. No olvidar que no nos vamos a enfrentar con un grupo de guerrilleros, sino con las tropas del ejército más poderoso del mundo”. Mientras los generales deliberaban, enviados de Sevilla agitaban a los vecinos. Se exigía que se declarara la guerra ya. El monstruo comenzaba a desperezarse. La multitud vociferante se convocó en la plaza Pozo de las Nieves. Solano insistió en que no había condiciones para iniciar la guerra. “No tenemos ni pólvora ni armas para hacerlo”. Sus camaradas le observaron que la flota francesa era un problema, pero que no había que perder de vista que la flota inglesa -ubicada afuera de la bahía- se pondría del lado de España.

Aquel debate llegó a la calle. Los gritos de “traidor” y “muerte al traidor” sonaron cada vez más agresivos. Mientras tanto, Solano escribió en su despacho una proclama declarando la guerra a Francia, pero prefirió no hacerla conocer por el momento. Un oficial le sugirió que le informara al pueblo que no había armas ni pólvora. Solano se opuso. Consideraba que dar a conocer públicamente el estado de indefensión de la ciudad, era darle demasiadas ventajas al enemigo.

San Martín, por su parte, ordenó a los guardias que cerraran el portón de la residencia. Eso ocurrió en el momento que ingresaban por la Alameda más de cien hombres armados cantando consignas contra el general afrancesado. “Entregad el mando”, le sugirió un almirante a Solano. “Jamás entregaré el mando que me han confiado, y mucho menos a un pueblo amotinado”.

Los soldados de la guardia vacilaron. El monstruo olía sangre y se excitaba. San Martín le informó a Solano que la guarnición no vendría en su defensa. La respuesta del general fue terminante: “Que no vengan. Yo me sé defender solo cuando me sobra razón”. Mientras tanto los líderes de la movilización llamaban a asaltar la casa y ajusticiar al general traidor. Los soldados destinados a defenderlo abandonaron sus puestos. “Allá él si ha traicionado al pueblo”.

Los acontecimientos se precipitaron. La jauría humana avanzó sobre la casa, derribó las puertas y se precipitó a su interior. Solano se escapó. Saltó una cerca y se refugió en la casa de María Tucker, viuda de Strange. La multitud desvalijó la casa, rompió, robó e incendió todo a su paso. Era lo que mejor sabía hacer. Luego avanzó sobre la casa vecina. No había señales de Solano. No había señales, pero su suerte estaba echada. Un albañil recordó que a un costado de la chimenea había un depósito oculto para guardar la leña. Solano se entregó para evitar que las represalias cayeran sobre su anfitriona.

Allí comenzó su martirio. Mientras lo llevaban a la plaza para lincharlo, recibió insultos, escupitajos y golpes. Un facineroso lo apuñaló en el brazo. Solano lo miró y le dijo: “¡Gran hazaña!”. Cuando llegó a la plaza estaba prácticamente desnudo y con heridas sangrantes en todo el cuerpo. Fue en ese momento que uno de sus amigos -confundido entre la multitud- se acercó y le propinó una puñalada mortal por la espalda al grito de “¡Muerte al traidor!”. Se llamaba Carlos Pignatelli y tomó esa decisión para ahorrarle al general la humillación de concluir colgado de una soga.

Solano había muerto, pero los linchadores se empeñaron en llevarlo hasta el cadalso. Fue allí cuando intervino el padre Antonio Cabrera, un sacerdote prestigiado por su testimonio a favor de los pobres. “Entregad este cadáver a la Iglesia”, gritó. Los energúmenos vacilaron. Cabrera recogió el cuerpo ayudado por dos jóvenes seminaristas. “La sangre de Solano caerá sobre vuestras cabezas”, profetizó Cabrera.

¿Y San Martín? Intentó intervenir en favor de su general y casi lo linchan. Un oficial superior lo convenció de desistir de una misión suicida. Se trataba del capitán Juan de la Cruz Mugeón, futuro presidente de Ecuador. Mugeón le ordenó a San Martín que se retirara de la casa. Tres soldados lo acompañaban y confundido entre la gente salió de la ciudad rumbo a Sevilla. De por vida lamentará la muerte de Solano y siempre se preguntará si no pudo haber hecho algo más para salvar a su maestro.

Los restos de Solano fueron enterrados en el cementerio, en una tumba anónima. Años después le reconocieron sus méritos. Alguien escribió en su lápida: “Aquí yacen los restos de quien fue sacrificado por el engañado odio popular. De la epopeya de la guerra de la Independencia debió ser el héroe y fue la más ilustre víctima”.

¿Y los linchadores? Como siempre, libres, anónimos e impunes. Nadie se hizo cargo, nadie rindió cuentas. Al otro día el general Tomás de Borla -sucesor de Solano- dio a conocer un bando declarando la guerra a Francia. El bando estaba firmado por Borla, pero había sido escrito por Solano.

Los restos de Solano fueron enterrados en el cementerio, en una tumba anónima. Años después le reconocieron sus méritos.