Sobre el narrador no confiable (I)

En ocasiones el narrador miente o, por lo menos, su relato es puesto en tela de juicio. La figura del narrador no confiable supone un cuestionamiento al estatuto de una de las nociones fundamentales de la narrativa.

2_DPA_1F7A0800BD9CFF42.jpg

“Le Lion de Belfort”, de la serie “Une semaine de bonté”, de Max Ernst.

 

Por Fabricio Welschen

Es probable que si uno se viera en el caso de tener que señalar un villano en Cumbres borrascosas (1847) de Emily Brontë pensaría en Heathcliff. No obstante, hay críticos que consideran que el papel de villano es interpretado en la novela por Nelly Dean, por el ama de llaves de la casa. Por supuesto que tal afirmación no deja de ser sorpresiva, puesto que el lector está lejos de considerar a la afable Nelly Dean, entretenida con una cesta de labor mientras cuenta algunos chismes, un personaje malvado. En realidad, es un personaje que suele pasar desapercibido ya que, en comparación con el carácter impulsivo y tormentoso de Heathcliff, Catherine Earnshaw o Hindley Earnshaw, la humilde ama de llaves, aparenta un comportamiento más inocente. A pesar de esto, es posible ver en la conducta de Nelly la causa de los conflictos y entuertos que signan el discurrir de la narración y afligen a sus personajes. Es cierto que se trata de una persona despistada que comete varios descuidos, pero estos descuidos terminan siendo el origen de circunstancias desgraciadas y, en ocasiones, fatídicas. Uno de los episodios en cuestión es el que transcurre en el capítulo IX, donde Catherine se acerca a Nelly para conversar y le pregunta si está sola en la cocina, a lo que Nelly responde que sí, cuando en realidad Heathcliff está cerca, tumbado en un banco, en silencio, si bien el ama de llaves aduce luego que le pareció que éste estaba en el granero. Creyéndose en privacidad, Catherine le confiesa a Nelly que piensa casarse con Edgar Linton y que, en cierta forma, la humillaría casarse con Heathcliff. Al escuchar esto, Heathcliff se levanta y se marcha del lugar, una ausencia que se extenderá por mucho tiempo. Más adelante, en el capítulo XII, Nelly Dean le oculta a Linton el estado de desvarío que padece Catherine (ya casada con aquél), lo cual le vale serios reproches. A su vez, el comportamiento del ama de llaves es determinante en la muerte de Catherine: en el capítulo XIV, sabiendo bien que cualquier sorpresa le podía provocar un trastorno a la convaleciente, Nelly permite (aduciendo amenazas de Heathcliff) que éste vaya a ver en secreto a Catherine. Tales son los casos que arrojan un manto de sospecha sobre la conducta de Nelly Dean.

1_EFE_120609_1158.jpg

“Las Giocondas hacen cola”, de Jean Margat.

Cabe preguntarse si Nelly Dean oculta en su narración las motivaciones de sus aparentes descuidos. ¿Cuáles podrían ser las razones de esta supuesta intencionalidad macabra? ¿Podría ser que el obrar mal del ama de llaves se debiera a un resentimiento de clase (recordar que de chicos, cuando el señor Earnshaw viaja a Liverpool, promete traerles a Hindley y a Catherine un violín y una fusta, en tanto que a Nelly sólo le esperan manzanas y peras)?

Son sólo conjeturas. Pero que Nelly Dean resultase en efecto la villana de la novela no sería algo menor, puesto que también es la narradora (tras la intervención de Lockwood, ella es en verdad la principal narradora). En este caso, entonces, ¿lo ambiguo del comportamiento de Nelly incide sobre la credibilidad de su narración? El caso de Nelly Dean sería el de un narrador no confiable (“Unreliable narrator”, en inglés: narrador no fiable).

Este tipo de narrador se puede encontrar en otras obras de la literatura universal. El caso paradigmático es El asesinato de Roger Ackroyd (1926) de Agatha Christie. Esta autora, no muy apreciada en el mundo académico, practica algo muy interesante en esta novela policial: hace que el asesino sea el narrador. No se trata de la vuelta de tuerca en la que el asesino es el detective como en Crímenes imperceptibles (2003) de Guillermo Martínez o en El enigma de París (2007) de Pablo De Santis; va más allá: el asesino es el narrador, el personaje del cual el lector nunca sospecha, puesto que tiene depositada su confianza en él. El recurso de Agatha Christie impacta sobre los presupuestos con los que cuenta un lector a la hora de abordar una novela: el narrador es el asesino, el narrador engaña y, por lo tanto, todo lo que se ha leído se pone en tela de juicio.

En Otra vuelta de tuerca (1898), de Henry James, la duda que queda al final es si lo que cuenta la narradora, la institutriz, es verdad o es producto de su enajenación. ¿Realmente hay fantasmas o así lo cree su percepción trastornada? En ese final James se permite ser tan ambiguo como ambigua se presenta su propia figura. Siendo simplistas, la ambivalencia de James se inscribe en una doble dicotomía: espacio-social (¿James es un escritor estadounidense o un escritor inglés/europeo?) y temporal-estética (¿James es un escritor del siglo XIX o del siglo XX?). Especialmente esta última ambigüedad es la que cobra importancia en Otra vuelta de tuerca. En el prólogo a Eisejuaz de Sara Gallardo (edición del año 2000), Elena Vinelli señala que James construye una bisagra en la ambigüedad de los lectores que se baten entre dos tradiciones literarias. Retomando en parte esta idea, si el lector decide que realmente hay fantasmas, entonces está adhiriendo a la idea de que James es un escritor del siglo XIX, puesto que los fantasmas son elementos de la literatura gótica del siglo XVIII que todavía se encuentran presentes en el mundo decimonónico. Si, por el contrario, el lector decide que la institutriz está loca, entonces considera que James es un escritor del siglo XX, siglo marcado por las pautas del psicoanálisis. Más allá de la decisión entre la explicación decimonónica (hay fantasmas, James es un escritor del siglo XIX) y la explicación moderna (la institutriz está loca, James es un escritor del siglo XX) lo cierto es que la ambigüedad se impone al final de la novela. James hace de la cuestión del punto de vista su programa narrativo.

En el cuento “Hombre de la esquina rosada” de Historia universal de la infamia (1935), una de las típicas historias de compadritos de Jorge Luis Borges, nos encontramos ante otro narrador no confiable. El mismo Borges, en su prólogo a Las ratas de José Bianco, pone en serie su propio cuento con El asesinato de Roger Ackroyd como ejemplos de ficciones, en las que el narrador insinúa al final que él es el asesino. El misterio en torno a la muerte de Francisco Real, el Corralero, ocurrida en un enfrentamiento, es esclarecido en el último párrafo cuando el narrador, un individuo insignificante pero profundamente avergonzado y resentido por el atropello del Corralero, extrae de su chaleco un cuchillo corto del que ya no quedan rastros de sangre, con lo que se sugiere la identidad del retador del duelo fatídico. Como el Dr. Sheppard de Agatha Christie, lo que hace aquí el narrador de Borges es ocultar que ha salido del salón de baile para desafiar y dar muerte a Francisco Real. Pero aunque no mienta, si el narrador, por medio de la elipsis o lo que fuera, oculta, entonces está engañando al lector.

3_CUL4.jpg

Henry James, un retrato de John Singer.