“Zonda, Folclore Argentino”
“Zonda, Folclore Argentino”
Un retrato imperfecto
Gabo Ferro y Luciana Jury (con su rostro en la pantalla de fondo), representando a la copla con “En el fondo del mal”, escrita por el primero.
Foto: Gentileza Barakacine
Ignacio Andrés Amarillo
Hace más de tres décadas, León Gieco y Gustavo Santaolalla salieron a recorrer los caminos de la Argentina profunda para encontrar identidades musicales. “De Ushuaia a La Quiaca” se grabó y se filmó en cerros y patios de tierra, en soledades y cerrazones.
Con “Zonda, Folclore Argentino”, Carlos Saura trató de hacer otra cosa. Aunque durante buena parte del metraje el espectador se pregunte qué quiso hacer el realizador. En principio, retomando ideas que aplicó con otros géneros (especialmente con el flamenco, al que conoce mejor), podemos pensar que es lo contrario de aquella gesta: aquí se trata de reunir a exponentes más o menos célebres de la música argentina de raíz folclórica, ésos que uno puede llamar por teléfono y encerrar a grabar en un ámbito acotado.
Así se busca mostrar los diferentes caminos que el folclore argentino tiene en el presente, a través de cuadros estetizados, en los que el realizador recurre a los espejos, los paneles iluminados (en ocasiones generando sombras chinescas), las pantallas que reenvían imágenes y superponen capas, y la danza. Hay que reconocer que se logran escenas de gran belleza visual, especialmente cuando están los músicos solos o la danza los acompaña sutilmente. Aparte se apuesta a ese look de paredes desnudas, de camarines y bambalinas, incluso siguiendo el plano entre un artista y otro, como si fuera una escena de “Birdman”.
También se luce cuando el Grupo Metabombo interpreta el “Malambo”, con tomas cenitales para mostrar bombos y zapateos, a los que se suman Koki y Pajarín Saavedra (retenga esos nombres, estimado lector) en las boleadoras. La cuestión se pone forzada cuando se quiere escenificar cuadros que pertenecen a otro espacio, como el carnavalito (“Diablada” de Lito Vitale, por el Ballet Juventud Prolongada) o la peña cuyana.
Recorridos
Volviendo a la selección musical, es destacable la búsqueda de apertura y representatividad. Ya desde el comienzo mismo, cuando Horacio Lavandera, figura de la música clásica, interpreta al piano un “Bailecito” (Carlos Guastavino); algo que se puede juntar con la impactante rendición de “La telesita” (Andrés Chazarreta/Agustín Carabajal) en piano percutido e intervenido por Lito Vitale. O la buena representación del canto con caja, en doble programa: la baguala, en las voces y cajas de Melania Pérez, Mariana Carrizo, María Mamani Reymunda, Bernardo Vicente Alarcón, María Fernanda Carrizo y Tomas Lipán; y la habitualmente sorprendente versión de la “Vidala para mi sombra” (Julio Espinosa) que hace a solas Pedro Aznar.
Pero Saura confesó que gusta de la zamba y la chacarera, así que de eso hay bastante. Como “La Felipe Varela” (José Ríos/José Botelli), por el Chaqueño Palavecino y su grupo junto a la voz de Jimena Teruel, o Soledad Pastorutti, junto a sus músicos en “Añoranzas” (Julio Argentino Jeréz). También son interesantes “La zamba alegre” (Adolfo Ábalos) en solo y en grupo por Jaime Torres; “La amanecida” (Hamlet Lima Quintana/Mario Arnedo Gallo), en un inusual trío entre Jairo, Juan Falú y el infatigable Vitillo Ábalos; y el final con el himno santiagueño “Entre a mi pago sin golpear” (Pablo Raúl Trullenque/Carlos Carabajal), por Peteco Carabajal y Verónica Condomí con la Orquesta de Música Popular y la flauta de Rubén “Mono” Izarrualde.
Hay lugar para composiciones originales, como la “Chacarera a Juan”, de y por Luis Salinas (con Carlos “Negro” Aguirre en piano), o la gran “En el fondo del mal”, de y por Gabo Ferro en dúo con Luciana Jury. Y para una versión de “Luna tucumana” (Atahualpa Yupanqui) por Liliana Herrero y grupo, que bien podría estar en un disco de Björk.
En movimiento
Nuestras danzas tienen la forma tradicional coreografiada, y la estilización por aporte de otras técnicas. No existe un equivalente al “tango escenario”, o a las formas libres que el flamenco le aportó al director en otras obras. Además, hay ritmos que no se bailan, o evoluciones musicales que tampoco.
La solución fue dejar la mayoría de las coreografías en manos de los hermanos Saavedra (sobrinos del legendario Juan Saavedra) y su ballet. Koki y Pajarín abrevaron en esa tradición pero después se fueron a Francia durante 20 años y allí mamaron desde el neoclásico al rupturismo de Merce Cunningham. El resultado es que los números de baile terminan siendo mayoritariamente la reinvención de estos ritmos, con bailarines de rojo brillante y danzarinas descalzas con la inequívoca pisada del contemporáneo.
Los litoraleños podrán enojarse con que el chamamé sólo esté representado por un cuadro estilizado con música en off (del Chango Spasiuk). Pero más extraña es la puesta del “Gato sachero” (de y por Walter Soria, junto a Marian Farías Gómez) como si fuera un número de “Cats”.
Recuerdos fallidos
Los homenajes son prescindibles y desacertados. El dedicado a Atahualpa Yupanqui es olvidable: una foto fija del zurdo, con gente mirándola, mientras se oye “Preguntitas a Dios”. El que rememora a Mercedes Sosa es peor: un grupo de escolares mira y acompaña una performance de la tucumana, con fotos alrededor. La canción es “Todo cambia”, del chileno Julio Numhauser de Quilapayún. Ahí no hay ni cine, ni folclore argentino.
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“Zonda, Folclore Argentino”