editorial

  • Las derivas del discurso presidencial a propósito del escándalo tucumano y el pronunciamiento institucional de Adepa funcionan como versiones enfrentadas de una realidad que el relato oficial pretende reformular.

En el espejo deformado

El concepto de “fin de ciclo” aplicado al actual gobierno cobró particular significación esta semana, a la luz de las expectativas manifestadas por los editores periodísticos en el pronunciamiento de Adepa en Rafaela, y del sesgo asumido por el discurso y las prácticas del oficialismo tras el fallo que dejó sin efecto las elecciones en Tucumán y ordenó que se vuelva a votar.

El fallo de la Cámara en lo Contencioso Administrativo, más allá de la discusión jurídica sobre su incumbencia y el alcance su su pronunciamiento -pasible de ser dada en los sitios, términos y oportunidades correspondientes-, se basó en una serie de irregularidades que tomaron estado público y motivaron el encendido reclamo de miles de tucumanos. Pero el kirchnerismo prefirió ignorar esa porción de la realidad, y ceñirse a una visión según la cual es el sector de la sociedad tucumana que votó por su candidato el que resulta perjudicado por la decisión de la Justicia, cifrada en la voluntad de dos magistrados seleccionados Ad hoc por opositores incapaces de admitir una derrota (Cristina dixit). “Había 20 formas legales de solucionarlo, pero dentro de la ley y respetando la voluntad popular”, alegó la presidente, dando por descontado que el accionar del Poder Judicial no forma parte de ese menú de opciones.

De hecho, el oficialismo no dedicó demasiado tiempo ni espacio a cuestionar o intentar rebatir los aspectos eventualmente más controvertidos del pronunciamiento. De la manera acostumbrada, salieron a descalificar con términos incluso insultantes a los magistrados intervinientes -la división de poderes y el respeto a sus representantes es, a esta altura, una despreciable rémora de épocas pre-relato-, dando pie a los consabidos escraches que la militancia se considera habilitada a llevar adelante en estos casos.

En Rafaela, mientras tanto, los editores periodísticos dieron a conocer el informe anual sobre el estado de la libertad de prensa en el país, con la reiterada pero jamás ociosa enumeración de episodios de violencia, actos discriminatorios del poder político, corrupción, construcción de un monumental aparato de propaganda oficialista, persecusión al periodismo crítico, favorecimiento de empresarios amigos y cultivo de la cultura del secretismo de Estado. Pero el tan desolador como habitual panorama se vio matizado en este caso con la expectativa de que la renovación presidencial traiga también consigo la vocación de recuperar la institucionalidad, ejercer la transparencia, propiciar el libre acceso a la información y desarrollar el diálogo democrático.

Como en un espejo deformado, la presidente de la Nación utilizaba por trigésima octava vez en el año la cadena nacional, no sólo para propagar las virtudes de su gestión, sino principalmente para tachar de antidemocráticos a sus adversarios políticos, en una de sus acostumbradas piezas discursivas en las que vincula episodios de actualidad con hechos de períodos de facto, y todo sobrecargado de sensiblera autorreferencialidad.

La presidente advirtió, en esa misma alocución, la proximidad de las elecciones nacionales en las que se definirá quién va a sucederla al frente del Poder Ejecutivo Nacional, llamando a la reflexión. Valga esa convocatoria también para confiar que, en el futuro, el análisis de los discursos presidenciales y de los pronunciamientos institucionales del periodismo esté asociado de manera más positiva a valores y conductas que hoy se echan en falta.

La relación entre poderes, y del gobierno con los medios y la libertad de expresión, cobran particular relevancia ante el inminente cambio de gobierno.