“Zama”

Una estetización de la narrativa

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Un envejecido y degradado don Diego de Zama (Daniel Giménez Cacho), hacia el final de la historia, en el entorno salvaje de la región chaqueña. Foto: Gentileza El Deseo

 

Ignacio Andrés Amarillo

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Antes del estreno de “Zama”, Lucrecia Martel realizó un raid mediático (si es que un realizador independiente puede hacer eso; en realidad dio algunas entrevistas sustanciosas) en el que desarrolló el programa estético que desplegó en su obra, en un gran ejercicio de autoconsciencia creativa. En primer lugar, una militancia contra la primacía del argumento, incluyendo el rechazo al protagonismo de las series en el mundo audiovisual (que serían más “dañinas” porque son mejores que antes). “Terminé la novela imbuida en ese veneno. Y pensar que hay lectores que se lo pierden y se enfocan en la boludez del argumento (...). Creo que se ha perdido mucho la capacidad de enfocarnos en la riqueza estética, en la percepción de una sonoridad y una musicalidad, en favor del argumento, que satisface de manera instantánea. En buena medida, ha sido obra de las series, que aplanaron la experiencia del espectador y el lector”, dijo en la entrevista con Matilde Sánchez para Revista Ñ.

Esto se traduce en su libertad a la hora de adaptar la novela de Antonio Di Benedetto: lo importante no es la anécdota, o la sucesión de ellas, sino una verdad subyacente que se podría percibir empáticamente con el personaje. Que no es otro que Diego de Zama, un oscuro burócrata colonial al que la corona española ha olvidado en la región chaqueña, allí donde el imperio linda con los dominios portugueses. Quiere su traslado a un entorno urbano: al principio para reunirse con su mujer e hijos, luego con ocasión del nacimiento de un hijo bastardo y mestizo, luego por la espera misma.

La espera

Recordando ahora la anécdota de Juan José Saer mateando en la puerta de un aula del Instituto de Cine de la UNL para decirles a los alumnos que lean “Zama”, podemos trazar un paralelismo en el ejercicio de Martel con el de Saer en “El limonero real”: hay un trauma de base (detalle psicologista; aquí es la espera) expresado mediante un afinado uso del lenguaje (en este caso, la gran potencia visual desplegada por la realizadora) sobre una “nimiedad” de la anécdota y algún excursus onírico o de alteración sensorial.

Que Martel también se encargó de explicar: su apuesta son los diálogos con el interlocutor fuera de campo, para mostrar que es lo que Zama oye, pero no necesariamente lo que se dice; pero también recurre a cierto diseño de sonido “no verista” (en contraprestación a la captura de los sonidos de la naturaleza, sobre los que se trabaja mucho) y algún golpe a lo cine de terror (el hijo del Oriental).

En realidad, lo onírico va en un crescendo de suspensión de incredulidad: del realismo en la relación de Diego y doña Luciana Piñares de Luenga a la excursión del final, con su sucesión de paisajes y personajes de ensueño. Que podrían constituir una “fuga psicogénica” (Zama se imagina esa desventura para escapar del hecho de que no pasa nada), pero esa idea de fuga implica el momento en que la realidad vuelve a emerger y el protagonista se da contra la pared (caso extremo: “Tren de vida”, de Radu Mihaileanu). Y eso aquí no sucede, entre tantas otras cosas que no suceden.

Despliegue estético

Se suele evocar como escena fundante de las artes a un chamán cavernario y primigenio que narró escenas de caza y hechos míticos, vistiendo pieles de animales, actuando, cantando y danzando al ritmo de la percusión, escenificándose con pinturas rupestres. Milenios después, el cine, como la ópera un siglo antes, reivindicó el ideal de un “arte total” que reunifique las posibilidades expresivas.

“Zama” tal vez sea de las películas mejor filmadas en la Argentina de los últimos años: Martel aprovecha al máximo la captura de un mundo salvaje, de la mano de la fotografía de Rui Poças, la dirección de arte de Renata Pinheiro, el diseño sonido de Guido Berenblum, el artesanal y muy reflexionado vestuario de Julio Suárez y los logros de Natalia Smirnoff y Verónica Souto en el casting (los indios, los esclavos negros).

Pero la autora usa esta panoplia de recursos como ropaje de su programa ya explicado, y por ahí se vuelve un traje que le queda grande a la idea. El chamán del mito fundacional no se lucía por tener una mejor o peor piel de lobo o dibujar mejor o peor un mamut sobre la piedra, sino por su potencia narrativa: storytelling, dirían los anglosajones. Martel elige pelearse con el chamán, y su pretensión de empatía cruje, mientras vemos languidecer Daniel Giménez Cacho en la piel del antihéroe, pero sin terminar de entender las relaciones causales de esas desdichas: su relación trunca con Luciana, su vínculo con la india con la que tuvo el hijo, la idea fantasmagórica de Vicuña Porto y el viaje del final.

El resto del elenco navega en la carencia de espesor, partiendo de que ya la novela era un monólogo de quien le da nombre. Ahí está Lola Dueñas como una Luciana algo pícara; Juan Minujín tratando de potenciar su Ventura Prieto (el funcionario menor que logra irse); Rafael Spregelburd como el atribulado capitán Hipólito Parrilla; Mariana Nunes como la enigmática esclava de Luciana; Daniel Veronese como uno de los insufribles gobernadores de turno, que de una forma u otra castigan a Diego; y un vistoso Matheus Nachtergaele como el taimado Vicuña Porto.

El resultado es una película tan plena de belleza visual como morosa y cerrada. La última reflexión del espectador al dejar la sala es: “¿Qué hubiera hecho Lucrecia si hubiese prosperado el proyecto de rodar ‘El Eternauta’?”. Misterio.

 
Regular * *

“Zama”

Ídem (Argentina-Brasil-España-Francia-México-Portugal-Holanda-Estados Unidos, 2017). Dirección: Lucrecia Martel. Guión: Lucrecia Martel, sobre la novela homónima de Antonio Di Benedetto. Fotografía: Rui Poças. Edición: Karen Harley y Miguel Schverdfinger. Dirección de arte: Renata Pinheiro. Diseño de vestuario: Julio Suárez. Elenco: Daniel Giménez Cacho, Lola Dueñas, Matheus Nachtergaele, Juan Minujín, Mariana Nunes, Rafael Spregelburd, Daniel Veronese. Duración: 115 minutos. Apta para mayores de 13 años con reservas. Se exhibe en Cine América.