ROGELIO ALANIZ Algunas fechas conviene repasar para ubicar el marco cronológico en el que se desarrollaron los hechos. A fines de agosto de 1958, el presidente Arturo Frondizi da a conocer su intención de reglamentar el famoso artículo 28 que autorizaba a las universidades privadas a expedir títulos habilitantes. La respuesta de la oposición no se hizo esperar. El 1º de septiembre se realiza un acto político -académico en la Facultad de Filosofía y Letras en donde dirigentes estudiantiles e incluso funcionarios del gobierno de la Ucri manifiestan su defensa de la enseñanza laica-. Tres días después en Ciencias Exactas habla el rector de la UBA, Risieri Frondizi, con términos inusualmente duros contra su hermano y contra el proyecto alentado por él. Los defensores de la llamada enseñanza libre también se movilizan en todo el país. El 15 de septiembre, los “libres” confluyen en un acto público en Plaza Congreso. La concurrencia se estima en sesenta mil personas que agitan los colores verdes de su causa, sin privarse de enarbolar el mítico “Cristo Vence”, consigna agitada tres años antes en las populosas movilizaciones contra la dictadura peronista. El acto concluye con una movilización hacia Plaza de Mayo, donde los manifestantes son saludados desde el balcón de Casa Rosada por el presidente Frondizi, acompañado de los gobernadores Celestino Gelsi y Oscar Alende. Ese mismo día trasciende que el presidente se reunió con monseñor Plaza y Mariano Castex. Como se dice en estos casos: el hombre ya está jugado; pertenecen a su pasado frases como: “Estoy convencido de una educación laica frente a la invasión de la Iglesia”. La respuesta “laica” no se hace esperar. El viernes 19, en Plaza Congreso, más de doscientas mil personas se convocan para defender su causa. En las diferentes ciudades del país se repiten actos parecidos. Por primera vez en estos años dirigentes sindicales de Córdoba, La Plata y Buenos Aires apoyan los reclamos de la FUA. Agustín Tosco recordará muchos años después su participación en ese acto. La calle -ya se sabe- es de los “laicos”, pero sus dirigentes más esclarecidos sospechan que con eso no alcanza, que hacen falta contactos y relaciones con el poder. No están solos, pero los partidarios de la “libre” en ese campo arado por el poder se mueven con más comodidad. La alianza entre empresarios y jerarquía religiosa funciona como un reloj, un reloj cuyas horas controla el presidente. El miércoles 23 de septiembre, la ley promovida por Frondizi se trata en la Cámara de Diputados. Una inmensa mayoría se pronuncia en contra del artículo 28, incluso el diputado Horacio Domingorena. Por su parte, el titular de la bancada radical, Crisólogo Larralde, pronuncia un vibrante discurso a favor de las escuelas de Sarmiento. En la Cámara de Senadores la situación se complica para los “laicos”. Los gobernadores operan para imponer la disciplina partidaria. Los “laicos” allí son derrotados en toda la línea y cuando el proyecto regresa, varios diputados de la Ucri se han dado vuelta y apoyan el proyecto oficial. Los “libres” han ganado la batalla. La ley 14.557 es aprobada por el Congreso. Abogados “laicos” hacen presentaciones judiciales que no prosperan. De todos modos, Arturo Frondizi se compromete con los siete rectores de las universidades nacionales a no reglamentar la ley. Palabras. El 11 de febrero de 1959, entre las murgas, mascaritas y pitos de carnaval, la ley es reglamentada y el único costo que pagará el presidente será el de soportar nuevos insultos de su hermano. Los estudiantes, por su parte, insisten en seguir peleando en la calle. Es en estas jornadas donde empieza a escucharse la consigna: “Obreros y estudiantes unidos adelante”. La flamante alianza no está exenta de recelos y disidencias. Los sindicalistas del peronismo no dudan de que estos estudiantes son los hermanos menores de aquellos otros que derrocaron a Perón en 1955. Por su parte, los sectores conservadores y liberales reprochan a los estudiantes su tentación a dejarse seducir por los cantos de sirena de la izquierda. Según el diagnóstico conservador, los estudiantes son alborotadores porque carecen de educación democrática. Diez años de adoctrinamiento peronista -dicen- provocan estas consecuencias. El peronismo, por su parte, también defiende el monopolio del Estado en la educación, pero con una diferencia: para ellos monopolio del Estado es igual a educación peronista. Conclusión: las universidades privadas confesionales o no podrán expedir títulos habilitantes. El Estado, de todos modos, establecerá algunas exigencias y controles, pero la aspiración de la Iglesia Católica y de los empresarios favorables a una educación regulada por las leyes del mercado pudo realizarse. El reclamo histórico de quienes fundaron en 1907 la Universidad Católica, de quienes en 1922 crearon los Cursos de Cultura Católica y de aquellos que de la mano de Giordano Bruno Genta y Martínez Zuviría y el apoyo del peronismo, intentaron imponer la educación religiosa y obligatoria en las escuelas, pudo realizarse al fin, no con la plenitud que reclamaba Genta, pero lo suficiente como para que -por ejemplo- monseñor Plaza estuviera satisfecho. La ley 14.557 fue el punto de partida. Ocho años más tarde, Juan Carlos Onganía sancionará la ley 17.604, ampliando las facultades de la enseñanza privada, aunque el espaldarazo definitivo lo dará Carlos Menem en 2003, con la sanción del decreto 2.330 que reglamenta la Ley de Onganía, desregulando y facultando la creación de nuevas universidades con un marco normativo que en el más suave de los casos merece calificarse de excesivamente generoso. ¿Qué decir cincuenta y seis años después de un conflicto que movilizó a miles de personas, y durante casi dos meses ocupó la primera plana de los diarios y del debate político? Hoy el conflicto nos parece algo anacrónico, un debate que podría haberse resuelto en otros términos y sin necesidad de consumir tantas pasiones. Pero la perspectiva histórica no puede desconocer las ideas, mitos, creencias y certezas vigentes en los actores sociales en su momento. Hoy resulta cómodo decir que la verdad estaba a mitad de camino y que la consigna laica o libre no alcanzaba a expresar las contradicciones y dilemas a resolver en su momento. Sin embargo, hombres inteligentes, comprometidos con sus ideas y con las corrientes ideológicas y culturales de su tiempo, estaban convencidos de que lo que se jugaba en las calles y en los despachos oficiales era importante y en algún punto decisivo para la nación. Sin exageraciones, podría decirse que en 1959 la Argentina ingresaba a los años sesenta con sus ilusiones y excesos. Es verdad que hoy nadie defendería la enseñanza laica como se defendió en su momento, del mismo modo que nadie haría lo mismo con la enseñanza libre. Pasaron muchas cosas en el país y en el mundo desde 1958 a la fecha. En ese sentido los historiadores deben tener presente que a los procesos sociales inevitablemente los debemos juzgar con el diario del lunes, siempre y cuando sepamos que no toda la verdad histórica se reduce a esa lectura aparentemente superadora. Dicho con otras palabras: la reflexión histórica no puede ignorar la perspectiva que dan los años, los nuevos instrumentos teóricos disponibles y las experiencias que han vivido los pueblos, pero tampoco puede desconocer las certezas que estuvieron presentes en su momento, la consistencia con que se vivían ciertas creencias e ideales. Medio siglo después, los defensores de una u otra alterativa estiman que los ideales que se defendieron no eran tan puros ni tan justos como suponían, pero ya se sabe que los hombres siempre estamos obligados a actuar en tiempo presente y muchas veces el imperativo de la acción le niega su lugar a las dudas o dilemas. Se actúa como si se estuviera absolutamente convencido de que la verdad está de nuestra parte y está bien que así sea. Corresponde luego a los historiadores evaluar desde la distancia aquello que en su momento se vivió con entusiasmo, certeza, esperanza o desolación.