Por Natalia Pandolfo.
Natalia Pandolfo
Hace frío, los autos encaran la procesión nuestra de cada día rumbo a casa y ellos van llegando lento, como quien no quiere la cosa. Los grandes muros, el patio con su mástil solitario; el viento bailando su gélida danza en la galería.
Adentro la profe espera bajo dos tubos fluorescentes que cuelgan del techo altísimo y descascarado. Colón, Unión y un rosario de epítetos florecen en los pupitres con bordes corroídos. En el pizarrón, la Regla del Octeto promete buenas chances de rima.
La lista tiene once apellidos: un equipo del que esta vez sólo entrarán a la cancha cuatro jugadores, todos mayores de 18 y algunos que ya pisaron los 30.
Hay chicos que reciben pases complicados, como aquel que se sienta en el fondo y del que poco se sabe, excepto que sus viejos no lo dejaban ir a la escuela y que él dijo “Yo un día voy a ir”. Ahí está, sin intercambiar casi nada con casi nadie, respondiendo a las consignas como puede: atendiendo su propio juego.
La profe mira el reloj como quien cumple el rito: sabe que no llegarán a horario. “¿Vendrán?”, pregunta al aire. Va entonces a la otra aula, porque ese día faltó un colega y no se consiguió reemplazante, entonces hay que hacer doblete: vacía. De repente una chica dice hola y entonces charlan, frente a frente, y la alumna le cuenta de su niña rebelde mientras se sienta y saca lapicera, carpetas, papeles; y dice que está preocupada porque la llamaron del jardín y la profe se ríe y le aconseja que no se angustie, que son etapas, que ya va a pasar.
Y entonces la puerta se abre e ingresa a paso triunfal: trenza rubia sobre pelo negro, jeans rotos, el eh antes de cada invocación, los brazos en alto y el resabio de orgullo en la cara: acaba de meter cuatro materias. “Lo contenta que se va a poner mi vieja”, dicen que dijo entre risas cuando ocurrió el milagro. Él lo confirma: dice que la señora estaba tan feliz que fue y compró asado para celebrar. Ahora está más tranquilo pero todavía paladea el triunfo. “Eh profe, ¡me trajiste un regalo!”, grita manoteando la bolsa con una caja de zapatos que la mujer acaba de comprarse con dosis pares de esfuerzo y culpa.
Después se pone serio y cuenta que se quiere recibir. Que quiere estudiar algo más. Que los amigos le preguntan para qué y que él no los escucha, porque piensa que en la vida nunca se termina de saber.
La semana pasada la planilla no acusó ningún presente. “No sé de dónde sacaron que si no viene ninguno, no les pongo falta”, se queja la preceptora, que ya conoce de memoria los mandamientos: juega Colón, no vienen; llueve, no vienen; viernes, alguno que otro puede llegar a caer.
La profe vuelve al aula primera. En la puerta, uno escucha música.
— ¿Y los otros?
—Los capturaron los marcianos. A mí me llevaron, pero me largaron porque no me soportaban.
En un rincón oscuro, seis o siete cierran filas y escuchan cumbia. La noche ya extendió su gran frazada llena de estrellas. Otro grupo entra con sus motos y sus bicis, las dejan dentro de la escuela y caminan con la mirada clavada en la pantalla. Tiran los útiles, corren al baño, vuelven, preparan el mate. La profe dice que hoy terminamos con el Martín Fierro y ellos celebran como si fuera Año Nuevo: ya no lo aguantábamos más, profe. Teníamos pesadillas con él.
— ¿Cómo pasaste las vacaciones?
—Mal. Me quisieron robar y me dieron un tiro en el brazo.
El pibe muestra el yeso y avisa que no da garantías de aprender a escribir con la otra.
La profe piensa que el miedo es el afuera: que cuando salen los alumnos se les vienen encima como moscas los que venden falopa, y que a ella eso le da tal impotencia. Que a veces llegan dados vuelta. Que muchas veces no sabe qué hacer: que hace lo que puede -y tanto más.
Los horarios de entrada y salida son relojes sin sincronizar: depende del frío, de cuántos vinieron, de tantos factores que no caben en una planilla ni en dos ni en mil.
Un día la profe empezó a leer Goytisolo y un resorte se activó allá al fondo del alma de una de las alumnas: su mamá se lo leía cuando era chica. Ella ahora tiene cinco hijos y un marido albañil que la recibe todas las noches cuando baja del colectivo, allá donde el río asoma como viejo vecino.
Optimista, la profe pasa lista. Los presentes gritan a los ausentes y rotulan a un par con el título de no viene más.
—¿Por qué?
—Porque no.
—Chicos, no dejen. Les falta poco. Es importante que terminen la secundaria.
—¿Sabe lo que pasa, profe? Muchos somos albañiles, laburantes. Arrancamos a las seis de la mañana y volvemos a casa a las seis de la tarde. Te cagás de frío, te pegan un tiro: qué ganas te van a dar de venir.
“Yo hago lo imposible porque lo posible lo hace cualquiera”, dejó sellado alguien en un banco, así como le sonó. “Sabés mi nombre pero no mi historia”, estampó su desafío otro en una pared. La preocupación sobrevuela en cada chau, profe. El candado de la puerta se cierra y los profes ruegan que todos lleguen sanos a casa y que mañana, cuando el sol empiece a esconderse, tengan la lucidez de decir voy.