José Curiotto
Scioli se pasó las últimas semanas de campaña intentando explicar quién era, mientras se mostraba más kirchnerista que nunca.
José Curiotto
Twitter: @josecuriotto
En política, el guión de la película es lo de menos. Lo que realmente importa, en definitiva, es la escena del final. Así lo demuestra lo que acaba de suceder con Daniel Scioli.
A mediados de 2012, Cristina Fernández venía de ser reelecta con un apabullante 54% de los votos. En aquel momento, su imagen positiva superaba el 50%, según la mayoría de las encuestas de opinión. Sin embargo, había en el país otro político cuya imagen gozaba del mismo nivel de aprobación: Daniel Scioli, el reelecto gobernador de Buenos Aires.
En aquellos días que hoy parecen tan lejanos, la buena imagen de Scioli ya provocaba incomodidad en el núcleo duro del kirchnerismo. Lo realmente llamativo, por entonces, era que Scioli no se esforzaba demasiado por diferenciarse de la presidente. Tanto era así que, incluso, se sometía a sus maltratos públicos. Sin embargo, para la mayoría de los argentinos él representaba algo distinto. Con matices, muchos esperaban que en algún momento se quebrara aquella relación por conveniencia. Pero eso nunca sucedió.
Tres años y medio después, un Daniel Scioli acorralado frente al inesperado resultado de las presidenciales del 25 de octubre, no pudo convencer a gran parte del electorado de que él sería capaz de personificar un verdadero cambio en el modo de ejercer el poder.
Cuando dijo que sería más Scioli que nunca, no hizo otra cosa que desdibujar su propio perfil. El político conciliador y medido, intentó atacar a Mauricio Macri en un desesperado intento por atraer al votante dubitativo. Sin embargo, lo único que logró fue llevar la contienda a un terreno desconocido para él. Scioli, en definitiva, se pasó las últimas semanas de campaña intentando explicar quién era, mientras se mostraba más kirchnerista que nunca.
Es posible que Scioli se haya equivocado al optar por esta riesgosa estrategia de “ser” y “no ser” al mismo tiempo. Confió desde hace años que al final obtendría los resultados esperados. Pero no fue capaz de percibir a tiempo que algo estaba cambiando en el humor social y que el péndulo de la historia política argentina se encontraba posicionado en un lugar diferente al que sostuvo a Cristina Fernández en el poder.
Sin embargo, fue el kirchnerismo el que contribuyó para arrastrar al hombre con mejor imagen de la política argentina de los últimos años a una derrota lacerante.
Aunque suene a sacrilegio para los oídos del núcleo duro kirchnerista, Cristina Fernández se encargó de llevar a Mauricio Macri a la Presidencia de la Nación. No porque el jefe de Gobierno de la Ciudad de Buenos Aires fuera un incapaz de lograrlo por sus propios méritos, sino porque hizo todo lo necesario por allanarle un camino que desde un principio apareció plagado de dificultades.
Macri llega desde un partido sin estructura alguna fuera de Capital Federal -un problema en parte resuelto a partir de su alianza con la Unión Cívica Radical-. Pero además, el presidente electo lejos está de asemejarse a un cautivador de multitudes.
Incluso, protagonizó una particular situación que seguramente merecerá una página importante en los libros de historia: fue el primer dirigente argentino que llega a la Presidencia anunciando una brusca devaluación del peso. En cualquier otra circunstancia, el mero hecho de mencionar esta posibilidad hubiese representado la segura derrota del candidato.
Lo que sucedió, sin embargo, fue que gran parte de la ciudadanía estaba realmente hastiada de este modo autocrático, personalista, prepotente y absolutamente vertical de ejercer el poder, según el cual el líder se convierte en una especie de infalible semidiós a quien sólo se le rinden pleitesías.
El primer síntoma de que esto sucedía fue el hecho de que ningún “kirchnerista puro” llegó a medir lo suficiente como para convertirse en candidato a presidente. Fue entonces cuando hasta los más fanatizados debieron aceptar a Scioli aunque, lejos de apoyarlo, se encargaron de advertir que no se sentían por él representados.
Así como durante las semanas previas a las elecciones presidenciales de 2011 Cristina Fernández impostó un tono conciliador y abarcativo -que poco después se derrumbó con aquel “¡Vamos por todo!”-, en este caso se encargó de hacer todo lo contrario.
Su estrategia se enfocó exclusivamente en sus seguidores más acérrimos, para quienes llegó a pronunciar cuatro discursos consecutivos en una Casa Rosada convertida en búnker partidario. El resto de la sociedad, observó azorada esta puesta en escena.
Mientras eso ocurría, Macri se frotaba las manos. Y Scioli, consciente de que debía atraer al electorado independiente, comenzó a ver cómo su paciente y arriesgada estrategia para llegar a la Presidencia terminaba tambaleándose como un endeble castillo de naipes.
En el momento de la verdad, de poco importó el devenir de los últimos años. En definitiva, el desenlace de esta historia le tenía reservado a Scioli el peor final.
Y Cristina Fernández, aunque intente desentenderse de la derrota, tuvo mucho que ver para que así fuera.