por Rogelio Alaniz [email protected]
por Rogelio Alaniz [email protected]
Sería ingenuo suponer que la sociedad, cualquier sociedad, pueda apoyar un ajuste económico, más allá de que cada uno de nosotros en su fuero íntimo admita que efectivamente las tarifas deban actualizarse o que el actual ajuste es una consecuencia de la irresponsabilidad o el despilfarro de la gestión anterior. Para bien o para mal, vivimos en sociedades consumistas cuya lógica consiste en privilegiar el presente sobre el futuro, una actitud cultural que curiosamente está en sintonía con algunos de los preceptos fundacionales del populismo y que en países como la Argentina poseen la consistencia del sentido común.
El realismo político no puede ni debe desconocer estos datos de la realidad, pero la pregunta a hacerse entonces a continuación, es si en nombre de ese realismo se deja todo como está y se continúa con los subsidios, sabiendo a ciencia cierta que por ese camino se marcha hacia el quiebre del sistema energético, con todas las consecuencias en materia económica y social que estos servicios prestan en las sociedades modernas.
El interrogante es válido porque pareciera que la solución más sensata y justa a la actual crisis energética debiera plantearse de acuerdo con el principio sostenido por Luis XV hace trescientos años: “Después de mí el diluvio”, el cual, como la propia monarquía francesa pudo experimentarlo, efectivamente llegó y algo parecido nos ocurrirá a nosotros si dejamos todo como está; es decir, si continuamos subsidiando a las clases medias y altas que han sido las exclusivas beneficiarias de la curiosa y extravagante fiesta populista.
Se puede discutir si el anterior gobierno dejó deliberadamente una bomba de tiempo encendida para sabotear a las nuevas autoridades o si lo sucedido es una consecuencia inevitable de las prácticas populistas, pero lo cierto es que más allá de los matices de este debate, el sistema energético está en crisis, tal como lo han admitido los principales candidatos políticos en las recientes elecciones. Y cuando esto ocurre, cuando estos desajustes se producen, no queda otra alternativa que corregirlos, salvo que alguien proponga alguna solución milagrosa, cosa que atendiendo a las opiniones vertidas hasta el momento, nadie ha planteado, entre otras cosas porque desgraciadamente en estos temas, los milagros no existen.
Descartando entonces la variante irresponsable, es decir, dejar todo como está y marchar hacia el precipicio, la otra alternativa es asumir los rigores de la realidad y actuar en consecuencia, sabiendo de antemano que un gobierno no está solamente para dar buenas noticias y que su rol no puede reducirse a una suerte de animador de fiestas infantiles como parecen pensar el presidente Macri y algunos de sus colaboradores.
Admitamos que en un país inficionado de populismo, en un país donde funciona con la rigurosidad de un dogma religioso el principio de que lo extranjero es malo y lo nacional es bueno, los ricos son perversos y los pobres son santos y el Estado es milagroso y los privados son demoníacos, se hace difícil, o por lo menos muy complicado, imponer algunas lógicas que contraríen estos puntos de vista.
Puede que en los países serios, ciertas políticas son asumidas como cuestiones de Estado, y tanto oficialistas como opositores asumen en conjunto los rigores que impone la economía, pero convengamos que en toda circunstancia es el oficialismo el que debe cargar con los costos de las inevitables tareas desagradables de un gobierno. Lo que sí se le debe exigir a la oposición, es que sus argumentaciones sean consistentes, y que no confundan las legítimas tareas de control con la demagogia, sobre todo cuando un sector importante de esa oposición fue el responsable de la crisis que estamos viviendo.
Si se admite que los conflictos en las sociedades son inevitables y que los protagonistas participan de ellos reivindicando posiciones que consideran legítimas, no nos debería extrañar lo que está sucediendo con el tema de las tarifas, siempre y cuando se admita a continuación que el conflicto alguna resolución debe tener, y esa resolución corresponde que sea producto de una decisión del gobierno porque y esto es necesario tenerlo presente- las sociedades, más allá de sus rebeldías y disconformidades, esperan que los gobiernos decidan y se hagan cargo de las consecuencias de sus actos.
En el tema que nos ocupa, los dirigentes opositores más responsables admiten que el ajuste se debe hacer, aunque observan a continuación que hay que hacerlo pagando los menores costos sociales posibles. He aquí una argumentación correcta que, sin embargo, planteada como bandera de lucha se transforma en un recurso retórico, por no decir demagógico, salvo que alguien suponga a ciencia cierta que el gobierno está decidido, por vaya a saber uno que trastorno psicológico, a hacer sufrir a la gente.
La observación es pertinente porque las actitudes compasivas son políticamente efectivas, porque en las sociedades de masas con vigencia de derechos adquiridos suele ser “productivo” presentarse como el titular de los buenos sentimientos y colocar al adversario en el lugar de quienes están privados de esa virtud.
Admitamos de todos modos que hay gente movilizada sinceramente por los valores de la compasión y la solidaridad, pero el ejercicio de virtudes tan excelsas no puede ni debe ser una coartada para renunciar a los imperativos de la racionalidad y el realismo que se reclama para tomar decisiones. Raymond Aron, acosado en nombre de la compasión por colegas periodistas, decía, algo molesto, que no se puede estar diciendo disparates a cada rato en nombre de los buenos sentimientos.
Ninguna de estas consideraciones libera de responsabilidades al gobierno, todo lo contrario, ya que a la hora de decidir no se presenta una sola alternativa y corresponde a su talento y sensibilidad política tomar la iniciativa más acorde con las exigencias de los números, la técnica y las necesidades de la sociedad. Decirlo es fácil, pero realizarlo es difícil, sobre todo cuando los recursos son escasos, la oposición marca de cerca y la sociedad no está dispuesta a hacerse cargo de las malas noticias.
Puede que el gobierno no haya comunicado bien la naturaleza del problema, pero no creo que el tema fundamental sea de comunicación, como dicen con insistencia quienes con las dudas y las tribulaciones del caso intentan apoyarlo o justificarlo. La cuestión de fondo son las decisiones que se toman: los aumentos, las variaciones que se implementan y la estrategia a desarrollar con los nuevos recursos que supuestamente se van a obtener. Al respecto, debemos admitir que, como observadores, la información de que disponemos es escasa, motivo por el cual no conocemos las dificultades que se presentan, las resistencias que se generan y los intereses que se afectan. Supongo, quiero suponer, que los funcionarios del gobierno han estudiado las distintas variantes y han tomado las decisiones que consideraban viables, decisiones en las que seguramente estén presentes cuestiones ideológicas, hábitos culturales, pero también preocupaciones de gobernabilidad, salvo que alguien crea que este gobierno es indiferente a las adhesiones populares o en nombre de un supuesto interés de clase se desentienda de las consecuencias sociales de sus decisiones.
Los gobiernos que pretendan hacer honor a ese nombre se distinguen por su capacidad para resolver desde la política las situaciones difíciles, es decir, persuadir a la sociedad de que, como en la vida, ciertas decisiones son ingratas pero mucho más ingrato es eludir o postergar problemas que exigen soluciones eficaces.
Venezuela, en este sentido, es un espejo adecuado donde mirarse, en primer lugar porque la catástrofe social que hoy viven sus habitantes constituye una lección inolvidable, pero también porque para el kirchnerismo, el chavismo fue el modelo a imitar. Y no sería ni deseable ni justo que, para evitar correcciones cuya necesidad nadie desconoce, nos precipitemos a ese abismo, el lugar hacia donde marchábamos alegremente bajo la batuta y las flautas del populismo.
No sería ni deseable ni justo que, para evitar correcciones cuya necesidad nadie desconoce, nos precipitemos al abismo, el lugar hacia donde marchábamos alegremente bajo la batuta y las flautas del populismo.