por Emerio Agretti politica@ellitoral.com
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“El presidente está hinchado los huevos”. En esos términos explicó un dirigente allegado a Mauricio Macri la sucesión de embestidas verbales del mandatario contra Miguel Lifschitz; y ni la curiosa sintaxis de la frase ni lo remanido de la metáfora opacan su elocuencia gráfica. Claro que si ésa es realmente la respuesta correcta a la pregunta es otro asunto. Las críticas presidenciales, formuladas inicialmente a través de un medio rosarino -y difundidas el mismo día en que el gobernador asistía a una reunión en la Casa Rosada- se basan en la pretendida reticencia del mandatario santafesino a “trabajar en equipo” y a su falta de reconocimiento a la apertura y el diálogo que rigen actualmente la relación entre el poder central y las provincias. Cuando dice esto, Macri tiene razón -el diálogo existe-, no la tiene -el diálogo sí es reconocido-, evalúa de manera discordante la predisposición de Lifschitz , y también exagera abiertamente, cuando chicanea con que los socialistas “se quedaron con el chip de su relación con el kirchnerismo”, o con que incluso es más fácil trabajar con dirigentes que provienen del propio riñón de esa corriente política. En todo caso, lo que provoca al presidente la figurativa inflamación a la que alude la cita inicial son las críticas que el gobernador santafesino dispara contra diversos aspectos de la gestión nacional. Por caso, los tarifazos, la apertura de importaciones, la demora en la asistencia a los damnificados por las inundaciones, o el lugar asignado a Santa Fe en la lista de distribución de ATN y obras públicas. “Lifschitz dice una cosa en la Capital Federal, y otra cuando pasa San Nicolás”, repiten desde el macrismo, y también se quejan por la falta de acompañamiento a iniciativas parlamentarias fundamentales para la actual administración. Con la mesura propia de su carácter y obligado por sus responsabilidades públicas en el marco del deformado federalismo que impera en la República -y sin tomar en cuenta los tironeos propios de la impiadosa interna de su partido-, Lifschitz se escudó en su deber de “defender los intereses de los santafesinos” y reivindicó su facultad de discrepar y expresarse al respecto, sin quedar por eso sujeto a la categorización de “buenos y malos” en que se dividió al país en los últimos años, como plataforma para el sistema de premios y castigos utilizado. Una prerrogativa que Macri parece compartir cuando afirma creer en “una política en la que cada uno defiende sus ideas”, pero que encuentra su límite en la denunciada incapacidad de “trabajar juntos”. Entonces, resulta imposible conciliar estas posturas, salvo que utilice para medirlas la vara del cinismo (aplicada a uno u otro lado de la imaginaria barrera de San Nicolás). Las explicaciones parecen transitar por otros carriles, cuyo alcance excede el trabajo de zapa que algunos dirigentes socialistas atribuyen a referentes locales del macrismo, y desembocan directamente en las estrategias electorales de 2017. Desde el PRO han hecho explícitas las presiones sobre la UCR para que “se defina” entre sus aliados provinciales socialistas y su afiliación a Cambiemos, y que participe de la disputa por hasta la última comuna o banca de concejal. En este sentido, extremar la tensión con los socialistas sería funcional al rupturismo que se pretende, sin contar los heridos que esto pueda provocar dentro del propio partido que comanda José Corral. Pero la principal víctima de esta contienda -que, entre otras cosas, le costó la inclusión en el Plan Belgrano- puede ser, una vez más, la provincia de Santa Fe. Así fue -como coinciden Macri y Lifschitz- durante el kirchnerismo y, si bien en un marco institucional mucho más razonable -como también coinciden Macri y Lifschitz-, puede volver a ocurrir ahora. Ese resultado no se compadece con el discurso de ninguno de los participantes en esa polémica. Pero del dicho al hecho, hay kilómetros de rutas.