Por Néstor Vittori
Por Néstor Vittori
Días pasados, se publicó la noticia de que el Concejo Municipal de Santo Tomé, estudiaba una iniciativa planteada por dos de sus miembros, tendiente a prohibir los concursos de belleza en el ámbito de ese municipio.
Los argumentos básicamente atacaban la denominada “cosificación” de las concursantes, y el impacto de los concursos en la motivación de la violencia de género.
Realmente asombra el grado de tontería que ocupa el pensamiento de personas, que han sido elegidas como representantes de la comunidad, y la pérdida de tiempo que entrañan discusiones de esta naturaleza.
La “cosificación” es un fenómeno inevitable en el proceso del conocimiento, ya que el mismo se genera entre un sujeto, que aprehende y conoce y un objeto (cosa) que resulta conocido, construyendo el sujeto una idea del mismo traducido en un concepto. Pero el término “cosificación” en realidad es una metonimia, que le cambia el significado al término original de “cosa”. Cosificación es un término peyorativo, que entraña el tratamiento que recibe una persona, que no es considerada como tal, sino reducida a su condición de cosa material, independientemente de su inteligencia, de sus sentimientos y de su voluntad. La referencia más común es la de “objeto sexual” que se atribuye al tratamiento que eventualmente reciben algunas personas, ya sea de modo consensual o forzado.
Pero el concepto de “mujer”, como género dentro de la especie humana, resulta diferenciado por factores anatómicos, biológicos, y funcionales en relación a la especie.
Su primera función, dentro de otras muchas es, en asociación con el hombre, el de asegurar la continuidad de la especie mediante la reproducción, la alimentación y la crianza de los hijos.
Esa función, determina una tipología que, traducida en ideas, modeliza a la “mujer” funcional, y a través de generaciones ha ido constituyendo el tipo ideal de mujer.
Sin perjuicio de dejar estas apreciaciones como un juicio a priori en la idea de mujer, y proyectarlas evolutivamente como un fenómeno de la naturaleza, los concursos de belleza tienen en esencia la representación del concepto de “mujer” en un contexto valorativo, producto del factor de placer que entraña la asociación con la idea de belleza.
Cuando la integramos en un juicio comparativo, que resulta condicionado por una tipología funcional, pero que se independiza por la idea de belleza intuida, se concreta en el encuentro con las participantes, la confluencia de ambos criterios valorativos en la apreciación y clasificación.
En todas las especies existen individuos más bellos, más inteligentes y más funcionales que otros. Esto es así por mecanismos de la naturaleza o como producto de la tarea selectiva de los humanos, de su valoración de circunstancias y aptitudes.
Pensar en suprimir los concursos de belleza, es una discriminación absoluta hacia la funcionalidad y la belleza, particularmente de la mujer occidental, cultivada y expuesta a través de los años, lo que ha posibilitado una selección diferente en beneficio de la especie, mediante su aporte genético.
La supresión o prohibición que se propone, va de contramano con toda la experiencia libertaria e igualitarista de las mujeres por más de un siglo, que ha sido bienvenida en el mundo libre, avanzando en una infinidad de situaciones donde el género ya no es motivo de diferencia.
Pretender que la exhibición de la belleza es un estímulo a la “violencia de género”, es una contradicción flagrante con la experiencia acumulada, en la que la líbido y el morbo masculinos han resultado siempre estimulados por el ocultamiento, y los instintos reprimidos han resultado potenciados por el atisbo de alguna porción del cuerpo de una mujer aunque sea de manera tímida.
Por suerte, el destape que caracteriza a la cultura occidental, ha limpiado la imaginación enfermiza de una desnudez, que ya no se oculta y la ha transformado en una visión cotidiana que no perturba ni escandaliza a la mayoría de las personas.
Si se siguiera el criterio de los ediles, además de prohibir los concursos de belleza, habría que prohibir los desfiles de modas, las películas o las series televisivas que involucran a mujeres hermosas, con poca o mucha ropa. En los museos habría que tapar a los cuadros con desnudos femeninos. Y de seguir esa lógica, habría que censurar todas las expresiones que involucren o exhiban a mujeres en su belleza o perfección.
La iniciativa criticada, está en línea con el debate en torno del uso del “burka” por parte de las mujeres islámicas, vestimenta tradicional extrema que oculta la belleza o fealdad para sustraerlas preventivamente de la mirada masculina, pero que en la práctica iguala hacia abajo, en una especie de comunismo estético, al menos para determinados segmentos religiosos de la población musulmana.
En cualquier caso, la prohibición de la acreditación de la belleza, suena más como una venganza de la fealdad, que como una prevención de la violencia de género.